Un plato de galletitas recién horneadas estaba colocado con cuidado en el centro de la mesa de café. La cálida luz de varias lámparas llenaba la habitación con un brillo acogedor. Mi esposa y yo estábamos sentados en el sofá, mirando por la ventana, esperando a nuestros primeros invitados.

Habíamos estado casados por alrededor de un año. Aunque una pareja mayor y más sabia nos había recomendado poner un límite a más responsabilidades, pensamos que estaría bien dirigir un grupo pequeño de nuestra iglesia cuando nos lo pidieran. El compromiso era solo una vez a la semana, y la conversación giraría en torno al sermón del domingo anterior. No se esperaba mucho de nosotros, además de abrir nuestra casa.
Mi esposa no lo sabía, pero yo tenía segundas intenciones.
Mi esposa no lo sabía, pero yo tenía segundas intenciones. Sí, quería crear un espacio para que la gente se involucrara más en nuestra comunidad, pero también conocer a otras parejas profesionales jóvenes de la zona, personas exitosas con la que pudiéramos relacionarnos.
La gente comenzó a aparecer, y diferían de lo que yo esperaba. Casi todos eran solteros, y al final de la primera noche nos dimos cuenta de que muchos de ellos estaban lidiando con problemas importantes en sus vidas. Una joven tenía varios padecimientos dolorosos; otra tenía ansiedad constante y luchaba con las interacciones sociales. Un compañero tenía problemas para encontrar un empleo estable; no era con exactitud la nueva comunidad que yo esperaba crear. Yo quería gente “organizada”, no personas con crisis. Cuando todos se marcharon, mi mujer y yo nos miramos. Aunque ella no compartía mis motivos egoístas, me di cuenta de que ella y yo estábamos pensando lo mismo: ¿En qué nos hemos metido?
Me di cuenta de que ella y yo estábamos pensando lo mismo: ¿En qué nos hemos metido?
Sin embargo, durante las semanas y meses siguientes sentíamos un cariño cada vez más grande por cada persona que hacía acto de presencia los martes por la noche. Comenzaron a traer amigos en situaciones similares. Encontrábamos momentos para reír, y orábamos por necesidades apremiantes –viendo que Dios respondía, a su manera y a su tiempo– y, lo más importante, llegamos a conocernos a un nivel más profundo. Comencé a ver lo necio que había sido al esperar que un cierto “tipo” de persona formara esta nueva comunidad.
“[Los discípulos] no eran perfectos, pero estaban abiertos a crecer y aprender los caminos de Dios”.
En ese momento, habíamos escapado indemnes de la Gran Recesión del 2008. Pero no mucho después, a medida que los proyectos de construcción se paralizaban, la empresa de arquitectura en la que trabajaba mi esposa cerró sus puertas. Ahora nos enfrentábamos a nuestra propia crisis personal, y nuestro pequeño grupo comunitario se unió a nosotros. A lo largo de sus propias luchas, sus miembros habían desarrollado una profunda empatía que les ayudó a acompañarnos en nuestra dificultad.
El Dr. Stanley nos recuerda a menudo que Cristo, por su sabiduría, se rodeó de doce hombres con un gran potencial. Su equipo, sin duda, no había llegado al éxito o al reconocimiento. Eran toscos, aunque estaban listos para enfrentar el desafío con entusiasmo. No eran perfectos, pero estaban abiertos a crecer y a aprender los caminos de Dios. Eran de diversos orígenes. La diversidad era más una ventaja que un inconveniente. Se basaron en los puntos fuertes de cada uno, y valoraron la singularidad de sus perspectivas.
La situación sobre nuestros nuevos amigos que me habían puesto los nervios de punta en un comienzo se convirtió en algo muy grato y aleccionador. Me enfrenté a un momento en el que me di cuenta de que mi vida no estaba tan “organizada” como la de esas personas imaginarias que yo quería que formaran nuestro grupo. Por fortuna, el Señor nos envió los amigos que necesitábamos, no los que yo quería. Cada uno de ellos tenía algo único que dar al resto de los otros, y solo puedo esperar que nosotros hayamos dado algo a cambio.