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Amor supremo

El porqué la cruz es mucho más que un símbolo.

Charles F. Stanley

La cruz es uno de los símbolos más conocidos en el mundo hoy. Las cruces se exhiben en los campanarios y en las paredes de iglesias, y se graban en portadas de biblias y libros. Pero, en el primer siglo, la cruz era un instrumento romano de ejecución, algo que era temido.

¿Por qué un objeto que una vez fue símbolo de crueldad, llegó a representar el amor supremo de Cristo por nosotros? En Gálatas 1.4, el apóstol Pablo resume lo que Jesús llevó a cabo en la cruz. Él “se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre”. En este breve pasaje, podemos aprender tres cosas sobre el supremo amor del Padre celestial por nosotros.

Fotografía de Levi Brown

 

Cristo sufrió voluntariamente. Jesús “se dio a sí mismo” en la cruz (Gálatas 1.4). Muchas personas piensan hoy que Jesús fue una víctima de los líderes religiosos judíos y del gobierno romano. Pero, en cierto momento de su ministerio, Él dijo: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas” (Juan 10.11). Después agregó: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10.18). Claramente, Él no fue una víctima impotente. ¿Cómo podía el Hacedor y Sustentador del cielo y de la Tierra estar bajo la autoridad de su creación?

A lo largo de la historia, hombres y mujeres han experimentado dolores físicos y emocionales terribles. Pero lo que hizo único el sufrimiento de Cristo fue el soportar los pecados del mundo cuando la ira de Dios se derramó sobre Él. El santo Hijo de Dios, que nunca había conocido el pecado, tomó sobre sí todo nuestro pecado “para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia” (1 Pedro 2.24). Esta era la copa que lo afligió mientras oraba en el huerto de Getsemaní; pero beberla era la única manera para llevar a cabo el plan de redención de Dios.

Jesús fue a la cruz voluntariamente como un acto de obediencia al Padre. Su muerte no fue una deplorable traición, sino el plan predeterminado de Dios, y Jesús soportó la vergüenza y la agonía de la cruz por el gozo puesto delante de Él (Hechos 2.23; Hebreos 12.2). ¿Cuál era ese gozo? Contemplaba el día en que, después de haber logrado la redención de la humanidad, volvería a reunirse con el Padre en la gloria.

Jesús sufrió por nuestros pecados. El concepto del sacrificio expiatorio de Cristo está claramente profetizado en Isaías 53, escrito siglos antes de que Jesús muriera: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53.4, 5).

En el Nuevo Testamento, cuando Jesús estaba comenzando su ministerio, Juan el Bautista lo identificó como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1.29). Todos los corderos anteriores, que habían sido sacrificados a lo largo de los siglos, eran solo una sombra del Cordero perfecto de Dios que vino a ofrecer el sacrificio final y plenamente suficiente por los pecados de la humanidad.

Para algunas personas, esto puede parecer cruel e innecesario. Después de todo, puesto que Él es Dios, ¿no podía simplemente decidir perdonar a los pecadores? La respuesta es no. La razón es porque Dios nunca hará nada contrario a su naturaleza; de lo contrario, dejaría de ser un Dios santo y justo. El perdón sin justicia erradicaría la verdad del cielo y de la Tierra. El Señor tiene que permanecer santo, y su justicia exige el castigo.

El pecado lleva a la muerte, que es la separación eterna de Dios, que es amor y fuente de vida, gozo, paz y descanso. Como escribió el apóstol Pedro a la iglesia: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu” (1 Pedro 3.18).

Nuestra salvación tuvo un alto precio. Aunque la recibimos por medio de la fe, fue comprada para nosotros con la preciosa sangre de Cristo mientras Él colgaba en la cruz, sufriendo por nuestros pecados. Nadie le quitó la vida a Jesús; la entregó después de llevar a cabo su obra de redención.

Cristo nos ofrece su salvación. La cruz fue una operación de rescate. Jesús sufrió y murió “para librarnos del presente siglo malo” (Gálatas 1.4). Pero antes de que seamos capaces de comprender el valor inestimable de su salvación, tenemos que entender nuestra condición irremediable. Todos comenzamos en un estado de muerte espiritual, sin ningún poder para darnos vida a nosotros mismos. Pero “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3.16). La salvación es totalmente obra de Dios. Él nos hace ganar conciencia de nuestro pecado, abre nuestros ojos para que entendamos que Cristo murió para salvarnos, coloca en nuestro corazón un anhelo de su salvación y nos da fe para creer en Él.

El amor supremo de Cristo descendió hasta nosotros para rescatarnos de nuestra condición irremediable. ¿Cómo es posible que podamos descuidar un regalo tan grande? Cristo logró todo a nuestro favor en la cruz, y lo único que debemos hacer es tener fe. No tenemos nada que perder al aceptar el llamado de Dios, al contrario, tenemos todo que ganar.

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