Hace un par de meses, comencé a tomar mi pausa para almorzar en el frente costero de la bahía de San Francisco. Cuando el reloj marca las 12, silbo para llamar a Rufo.

Mi goldendoodle, que prefiere una habitación llena de humanos que lo adoran, a un patio lleno de sabuesos, corre hacia mí con sus cuartos traseros moviéndose de un lado a otro. Mira hacia arriba, y sus rizos rojizos casi cubren sus grandes ojos castaños. El cachorro sabe lo que viene después.
Subimos al auto y conducimos por la vía 66 hasta el semáforo del Instituto International. Rufo apoya su peluda cabeza sobre las tablas del piso que traquetea. Miro con detenimiento el campamento de personas sintecho, la gruesa pila de edificios de apartamentos y los montones de basura junto a las vías del tren. Para cuando llegamos a la reserva natural, la ventana de Rufo está empañada con sus jadeos por la alegría que le espera.
Caminamos, olfatea. Hacemos una pausa en la fuente, la que tiene surtidores para perros y humanos. Nuestras bocas se llenan de agua; tragamos lo bueno de la tierra.
Por lo general, es alrededor de esta hora cuando empiezo a despertar, no al día en sí, sino a la presencia de Dios. Tal vez sea el movimiento físico, o el agua que corre por mi garganta. Quizás sea el aire de la bahía, que me hace cosquillas en la nariz, o la belleza de las olas de color gris verdoso que rompen contra los pantanos.
En el libro El peso de la gloria, C. S. Lewis escribe: “No queremos solamente contemplar la belleza, aunque bien sabe Dios que esto ya es algo suficientemente generoso. Queremos algo más a lo que cuesta poner palabras: unirnos a la belleza que contemplamos, fundirnos con ella, recibirla dentro de nosotros, empaparnos, formar parte de ella “. Ver la belleza es una cosa. Pero entrar en la presencia de Dios y estar inmerso por completo en ella, es algo del todo diferente. Es una experiencia difícil de expresar con palabras.
“Queremos unirnos a la belleza que contemplamos, fundirnos con ella, recibirla dentro de nosotros, empaparnos, formar parte de ella”.
Usted pensaría que a estas alturas ya sabría lo que viene en estos paseos diarios con Rufo. Pero de alguna manera, esta presencia envolvente de Dios me sorprende cada vez más. No es hasta que salgo de casa, conduzco casi un kilómetro por la carretera y camino otro kilómetro antes de darme cuenta al fin y al cabo de que el Señor ha estado allí todo el tiempo.
¿Pero no es así como Dios quiso que yo viviera, que pasara mis días sabiendo que Él está en todo lugar y en todo momento, aunque sintiera o no esa presencia? ¿En el agua? Dios está allí. ¿En el campamento de los sintecho y en las vías del tren? Dios está allí. ¿En casa, en mi oficina, ya sea que la productividad me visite o no en un día cualquiera? Dios está allí en todos y cada uno de los lugares problemáticos y tangibles de nuestra vida cotidiana.
Entonces, ¿cómo podríamos encontrar formas regulares y prácticas de experimentar la presencia de Dios?
Pienso en el Hermano Lorenzo, que creía que la vida de fe era imposible sin practicar la presencia de Dios: “Me mantengo retirado con Él en lo más profundo del centro de mi alma tanto como puedo; y mientras estoy así con Él no temo nada; pero el mínimo alejamiento de Él es insoportable”. Aunque centrar nuestras almas con el Señor es importante, se siente menos práctico cuando no se vive en un monasterio.
Dios está allí en todos y cada uno de los lugares problemáticos y tangibles de nuestra vida cotidiana.
¿Pero ver a Dios en los amaneceres, las nubes y la oscuridad de la mañana? Eso es práctico. ¿Pensar en Él mientras lavamos los platos (como solía hacer el hermano Lorenzo) o deshacernos del teléfono celular durante la cena para enfocarnos en las personas que nos rodean? Eso es igualmente práctico.
La presencia de Dios no es algo de lo que debamos optar por entrar y salir. Está con nosotros siempre, y a veces los detalles concretos de nuestra vida ofrecen las mejores oportunidades para estar conscientes y en comunión. Sea lo que sea que esto parezca para cada uno de nosotros, no cabe duda de que nuestros sentidos serán infiltrados y despertarán de nuevo a Dios. Después de todo, Aquel que ha estado allí todo el tiempo está aquí, esperándonos ahora mismo.