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Cuando la muerte nos separa

Con tantos seres queridos en el cielo, mi corazón está en dos lugares.

Sandy Feit 28 de agosto de 2023

¿Cómo describiría usted el vecindario en el cual creció? Tal vez se sienta  identificado con lo que pienso del mío: Había una cualidad superrealista, como si los detalles estuvieran enfocados con una gran nitidez. Conocía cada grieta de la acera de la Avenida Highland, cada rosal hasta la calle Hope, el patrón de las manchas de óxido en la cerca de hierro forjado de mi colegio. Los puntos de referencia locales de alguna manera se sentían como parte de lo que yo era, desde las sillas de conejito en Lad and Lassie Shoes hasta el supermercado A&P donde tuve la oportunidad de empujar el carrito de compras por primera vez. Y luego estaba el más mágico de los lugares mágicos: Royal's Variety (que vendía caramelos por solo un centavo). Todo parecía parte integrante de mi identidad y una base segura bajo mis pies, sólida y permanente.

Ilustración por Hokyoung Kim

Pero nada de eso sigue ahí. La escuela y su hierro forjado fueron reemplazados por el edificio de consultas externas del Hospital Miriam. Royal’s Variety dio paso a una boutique especializada en productos de la India. Lad and Lassie cerró sus puertas cuando  tiendas de autoservicio menos  costosas comenzaron a vender zapatos. Y la A&P se convirtió, como si fuera poco, en una funeraria.

Aun así, cada vez que se acerca una visita a Providence, me encuentro evocando las vistas y los sonidos de la infancia. A veces incluso se me hace agua la boca por una rebanada de pizza de Art’s o un rollito de cebolla de Korb’s, ambos establecimientos desaparecidos hace tiempo. Pero la verdad es que este tipo de anhelo va más allá que el simple recuerdo de sabrosas comidas. Es un anhelo profundo de confort y seguridad, que puede dispararse sin previo aviso (o sin un viaje planeado a Nueva Inglaterra).

La última vez que sucedió esto fue durante los primeros meses de aislamiento debido a la pandemia. Ciertas comidas de mi infancia no dejaban de aparecer en mi mente, negándose a ser ignorados hasta que los hubiera comprado, preparado y consumido. Cosas que no había comido en décadas y que, de repente, tenía que tenerlas –y cuanto antes: Cheerios (originales); pudin de tapioca; atún, puré de patatas y maíz enlatado, preparados por separado pero mezclados en el plato; el sándwich de plan blanco, atún y tomate que llevaba a la escuela cuando estaba en séptimo grado; nuestra cena del sábado por la noche de “rebanadas” de perros calientes, huevos revueltos y salsa de tomate; kasha varnishkes, pasta con granos de trigo cuyo nombre en yiddish no hace justicia al plato; y queso a la parrilla; no estoy hablando aquí del ordinario sino de un KwiKi-Pi genuino. (¡De hecho, busqué en eBay esa marca de plancha para sándwiches y pagué el precio de la mejor y más típica de su clase solo para hacerlos!). Y no puedo creer que esté admitiendo esto, pero incluso tuve que comer halafotchka de pollo (un nombre que el tío Hermie inventó para capturar la inquietante experiencia de la mezcla de pollo en una cacerola de la tía Cele).

Saciar estos antojos era a veces complicado, ya que  la COVID-19 no solo creaba escasez (entre ellos, Cheerios sencillos), sino que también desanimaba a los adultos mayores como yo a recorrer los pasillos del supermercado. Pero debe haber habido voluntad, porque al final encontraba una manera. Y cada vez, había algo relajante en las texturas y los sabores familiares.

Bueno, relajante pero pasajero. Después del más breve indicio de consuelo, comenzaba a fijarme en otra comida de la infancia. Mi deseo de hacer míos tiempos más simples era como ansias que se negaban a ser saciadas. Resulta que lo que ocurría con los lugares emblemáticos de Providence, también ocurría con las comidas sabrosas: Como dice el viejo refrán: El tiempo que se fue no regresa.

Y eso no es lo peor. Más traumático que cualquier otra decepción es lo que, queramos o no, le sucede al aspecto humano de nuestra juventud. Cuando yo era una niña, asumía con ingenuidad que todos esos personajes extraordinarios –mi familia inmediata, mis parientes, mi mejor amiga Harriet– de alguna manera siempre estarían ahí. Supongo que,  sin darme cuenta, esperaba tener un sistema de apoyo para siempre o, al menos, un grupo estable  de personas con las que  pudiera contar.

Pero, como  adultos sabemos que la vida no funciona así. Las personas se van, y la gente muere. Es curioso que, a pesar de lo universal que es el trauma de la pérdida, nunca se nos da bien. Por supuesto, es posible que la próxima vez descubramos algunas técnicas para sobrevivir con menos moretones; puede que encontremos formas y palabras de consuelo que se sientan menos incómodas que los intentos anteriores. Sin embargo, cuando el duelo nos golpea de nuevo de cerca,  nuestras emociones vuelven al punto de partida, sin ninguna manera de acortar la curva de aprendizaje.

Oh, claro, nos acostumbramos a la “nueva normalidad” y encontramos maneras de funcionar en ella. Pero todo lo que se necesita es eso que los grupos de duelo  llamamos “emboscada” –una canción, una fragancia o cualquier otro desencadenante inesperado– para que la herida se abra. Todavía me sorprende, después de ocho años sin mi esposo, con qué frecuencia vuelvo a la realidad después de mi pensamiento instintivo de no puedo esperar para contarle a Elliot... (lo que logró nuestro nieto/la broma divertida que acabo de oír/un informe de noticias preocupantes...). Han pasado once años sin mi madre, pero esa sensación subliminal es fuerte como siempre: A mamá le encantará cuando le cuente lo que acaba de pasar; ya puedo oír su risita. Y –¿de verdad pueden ser 54 años? Todavía espero escuchar la risa de mi padre durante las comedias. Además, extraño mucho su abrazo.

No, nunca nos acostumbramos del todo cuando “la muerte nos separa”. De hecho, lejos de acostumbrarnos al éxodo de las personas que nos importan, es fácil sentirnos cada vez más desalentados por la cuenta en aumento. Después de todo, los retos tienden a aumentar durante los “años dorados” y, sin embargo, en esta temporada cuando se apreciaría un consuelo o más ayuda, solemos encontrarnos con que nuestro círculo de familiares y amigos disminuye.

A veces, parece que es más de lo que este frágil cuerpo humano puede soportar,  en especial en esos períodos desconcertantes cuando los funerales parecen salpicar el calendario. Sin duda, no soy la única persona que ha suplicado a Dios que frene la partida de este mundo de las personas que amo y de las que dependo. O que ha sentido la necesidad de informarle que “a decir verdad, Señor, esa es toda la pérdida que puedo soportar”.

Pero ¿y si todo es parte del designio de Dios, de su manera de debilitar la atracción gravitatoria de la vida terrenal? Eso podría explicar por qué la idea del cielo se vuelve más atractiva con cada ser querido que reside allí.

Y tal vez, solo tal vez,  mi inocente concepto de las personas y la permanencia tiene algo de sentido. De hecho, ¿podría ser eso lo que indica Eclesiastés 3 al decir que Dios “sembró la eternidad en el corazón humano” (Eclesiastés 3.11 NTV)? Hasta hace poco, leía ese versículo como una metáfora, pero cuanto más envejezco, más literal me parece. Ahora me pregunto si tal vez mi simple suposición de la infancia era una especie de regalo profético: un vistazo a la esperanza muy real de ese tiempo en el que las relaciones durarán para siempre. Un tiempo en el que la pérdida será una cosa del pasado.

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