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Dos apreciaciones: El amor de los demás

¿Por qué son importantes las amistades para el reino de Dios?

Charity Singleton Craig and C. Lawrence 19 de octubre de 2022

Cada mes, pedimos a dos escritores que reflexionen sobre una cita del Dr. Stanley. Este mes, Charity Singleton Craig y C. Lawrence exploran el papel de los amigos en nuestra fe, y cómo nos ayudan a convertirnos en las personas que Dios quiso que fuéramos. He aquí un extracto del sermón del Dr. Stanley, “Cómo forjar relaciones sólidas”:
El plan de Dios para la vida de cada uno de nosotros es que tengamos amigos íntimos y genuinos. Pensemos en lo que dijo el Señor: “No es bueno que el hombre esté solo”. Su intención es que construyamos, establezcamos, tengamos ese tipo de relaciones que nos ayuden a llenar nuestra vida. Ahora bien, Dios desde luego puede hacer que cualquiera de nosotros sea adecuado y suficiente dentro de nosotros mismos, pero Él desea que vivamos entre amigos y tengamos amistades.

Ilustración por Adam Cruft

Primera apreciación

Por Charity Singleton Craig 

Cuando tenía treinta y pico de años y estaba soltera, tenía un pequeño grupo de amigas con las que pasaba mucho tiempo. Íbamos juntas a la iglesia, hacíamos la compra de comestibles juntas, íbamos con regularidad a las casas de las otras para cenar o jugar o solo pasar el rato.

Estas amigas eran como de la familia. Sin embargo, no vivían conmigo ni compartían responsabilidades o recursos. Eran amigas. Amigas importantes. Pero amigas a las que podía dejar atrás al final de la tarde o a las que les podía decir que no en un día ajetreado. Y lo que es más importante, cuando yo estaba molesta o enojada, o cuando ellas estaban impacientes o solo malhumoradas, tan solo las evitaba.

Soy mucho mejor cristiana cuando estoy sola, me decía a mí misma a altas horas de la noche, después de un tenso desacuerdo o de una afirmación egoísta de mis propias preferencias. Pensaba: Las amigas sacaban a relucir el pecado que había en mí, cuando lo que yo quería era sentirme bien conmigo misma.

Pero entonces me acordaba del Señor Jesús, de cómo vino a la Tierra, no como un dictador rodeado de súbditos o un rey rodeado de vasallos, sino como carpintero, y más tarde como maestro, rodeado de seguidores que también eran amigos.

El Señor Jesús vino a la Tierra, no como un dictador rodeado de súbditos o un rey rodeado de vasallos, sino como carpintero, y más tarde como maestro, rodeado de seguidores que también eran amigos. 

Como parte de la Santa Trinidad, el Señor Jesús vivió en perfecta comunidad con el Padre y el Espíritu. Cuando Él instauró su reino en la Tierra, la prioridad otorgada a las relaciones no fue diferente. Ser seguidor del Señor Jesús consistía siempre en “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”, pero también amar a los demás como a ti mismo (Mateo 22.37-39).

A veces, quienes están más cerca parecen sacar lo peor de nosotros; y como en aquellos días con mis amigas, nos sentimos mucho más santos encerrados en nosotros mismos. Pero en los años transcurridos desde entonces, después de convertirme en esposa y madrastra, me he dado cuenta de que la distancia que solía poner entre los demás y yo, era una cortina de humo. No es que estar casada y con hijos me hiciera más santa que cuando era soltera. Es solo que la proximidad casi constante con los que vivía, de pronto reveló que estar sola parecía ser la única fuente de mi crecimiento y madurez. De hecho, aprendí más sobre lo que significa amar, servir, alentar y todos los demás mandatos de la Sagrada Escritura sobre “los unos y los otros” al tener relaciones estrechas, tanto con los amigos como con familiares.

El reino de Dios no tiene mucho sentido sin otras personas. El llamamiento a la comunidad no consiste en tener amigos con quienes “practicar” el segundo mandamiento más importante. Se trata de relaciones genuinas en las que podamos confiar, incluso cuando somos nosotros quienes necesitamos ser amados, servidos y alentados.

A veces, quienes están más cerca parecen sacar lo peor de nosotros, y nos sentimos mucho más santos encerrados en nosotros mismos. 

Son célebres las palabras de Blaise Pascal al decir que el “abismo infinito” del anhelo en cada uno de nosotros solo puede llenarse con un objeto infinito e inmutable, es decir, solo por Dios mismo. Filósofos y teólogos han llamado a esto el “agujero en forma de Dios” que existe en cada uno de nosotros. Pero creo que tenemos dos vacíos en lo más profundo de nuestra alma: Uno para Dios, como ha dicho Pascal; y otro para otras personas —los seres queridos que Dios trae para ayudarnos a llenarnos con el amor de Él. 

Fuimos hechos para el Señor y también los unos para los otros. Es por eso que las amistades son tan importantes para el reino de Dios.


Segunda apreciación

Por C. Lawrence 

La pandemia de COVID-19 nos dio a todos la oportunidad de dar un paso atrás y evaluar qué, y quiénes, nos importaban en realidad. Pero las consecuencias han sido en particular desagradables para las relaciones. No sé qué es más triste, si las que de repente se hicieron añicos, o las que se disolvieron poco a poco.

Es comprensible, después de todo el tiempo que hemos pasado alejados unos de otros, que algunas personas se pregunten si la amistad vale la pena. Contentos con quedarse en casa y socializar y adorar a Dios en línea, y donde el café es mucho mejor, la gente se pregunta si son más felices estando solos.

Para Dios todo es posible, dijo el Señor Jesús (Mateo 19.26). Siguiendo la lógica, podríamos llegar a la conclusión de que podemos vivir en nuestros propios términos, con o sin amigos: Mientras tengamos al Señor, ¿qué más podríamos necesitar? Pero Dios no trata con supuestos. Su plan para el florecimiento humano siempre se ha basado en las relaciones. No somos seres hipotéticos, limitados solo por la imaginación: Él nos creó con necesidades y límites particulares. Y entre ellos está la necesidad fundamental de ser conocidos en verdad.

Debemos recordar que estar hechos a imagen de Dios, es estar hechos a imagen de una relación. Deje que esto se haga claro en su conciencia. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se derraman de una manera amorosa e infinita el uno en el otro, y son indivisiblemente uno. Es el gran misterio de nuestra fe, y también la realidad que rige toda la existencia. Nada es sin la Trinidad. Por lo tanto, no hay forma de evitarlo: fuimos hechos para las relaciones. Y eso tiene profundas implicaciones en la forma en la que priorizamos nuestras opciones de vida. O al menos, debería.

Debemos recordar que estar hechos a imagen de Dios, es estar hechos a imagen de una relación. Deje que esto se haga claro en su conciencia. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se derraman de una manera amorosa e infinita el uno en el otro, y son indivisiblemente uno. 

Las alteraciones de la vida cotidiana en los últimos años, y sus efectos continuos, son dignos de consideración. ¿Qué valor tienen nuestras amistades? ¿Cuál es su calidad? ¿Qué perdemos o ganamos al alejarnos, o al cultivarlas? Nadie puede decidir el camino que tomará cada quien a partir de aquí, pero debemos caminar con sabiduría, en oración y con la perspectiva correcta de lo que significa ser humano. A la hora de decidir lo que vendrá después, debemos dar a la amistad un lugar fundamental en el proceso. 

En algunos casos, la decisión de seguir adelante será inevitable e incluso lo más saludable. Tanto si somos los que avanzan como los que son dejados atrás, no hay otro camino para la vida abundante que prometió el Señor Jesús (Juan 10.10). Permítame decirlo con toda franqueza: Usted necesita amigos reales que le vean en persona. Necesita personas en su vida con las que pueda ser vulnerable, con las que pueda reír, sufrir y aprender. Necesita personas que se presenten sin pedirles que lo hagan, y que le amen con el amor de Cristo.

La mejor pregunta, tal vez, no es qué obtenemos de las amistades, sino qué estamos dispuestos a dar. Y cuando encontramos a otras personas con la misma intención y las reconocemos como de una mentalidad afín, la conexión que sigue es donde cobra vida la promesa de abundancia y el gozo a plenitud.

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