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El alivio de dejar ir

Lo que ganamos cuando las emociones negativas pierden su control sobre nosotros.

Jamie A. Hughes 31 de marzo de 2023

Después de leer la misma frase por tercera vez, supe que no tenía sentido.

Estaba sentada en mi biblioteca, disfrutando de una paz y una tranquilidad bien merecidas, y tratando de leer un libro mientras mi familia estaba fuera de casa. Pero no sirvió de nada. Mi cerebro era un colorido tumulto de ansiedades y preguntas sin respuesta, sobre muchas de las cuales no podía hacer nada al respecto; y que ninguna historia, ni siquiera una bien elaborada, podía acallar el estruendo.

Ilustración por Adam Cruft

Puse el libro a un lado con frustración, me froté los ojos cansados y dejé que mi mirada se posara en la vela de cera de abeja que había encendido antes de comenzar mi fallido intento de relajación. Respiré profundamente, saboreé su aroma terroso, y observé la llama. No brillaba ni titilaba como tantas que había visto en las encimeras de cocina y en las mesas íntimas de los restaurantes. Por el contrario, ardía con fuerza y constancia, sin que la moviera ni una suave ráfaga de aire. Me senté hipnotizada por esta vela con un fuego ininterrumpido, y noté pronto que mi ritmo cardíaco disminuía y que mi mente liberaba de repente las mil y una preocupaciones que me habían cegado solo momentos antes.

Muchos de nosotros carecemos de esta cualidad de serenidad en nuestra vida espiritual. Para ello, necesitamos lo que Gregorio de Nisa llamaba apatheia: una especie de desapego de cualquier cosa que nos robe la paz y debilite nuestra confianza en Dios. En su tratado sobre el Padrenuestro, escribe: “Así pues, si pedimos que venga a nosotros el Reino de Dios, el sentido de nuestra petición es este: Quisiera ser ajeno a la corrupción... para que las pasiones que todavía me gobiernan tan despiadadamente se aparten de mí, o más bien puedan ser aniquiladas del todo... Las pasiones dejan de ser problemáticas cuando ha aparecido la apatheia; la muerte se deshace y la corrupción ya no existe cuando la vida y la incorrupción reinan en nosotros sin oposición”.

Me senté hipnotizada por esta vela con un fuego ininterrumpido, y noté pronto que mi ritmo cardíaco disminuía y que mi mente liberaba de repente las mil y una preocupaciones que me habían cegado solo momentos antes. 

En otras palabras, alcanzar la apatheia es mantener un sentido de serenidad sin importar lo que se nos presente, confiar en que el Señor tiene un propósito para todo y que permanece fiel en medio de todo. Significa que ardemos como la llama de esa vela: firmes y seguros como el amanecer. (O para utilizar una metáfora basada en la experiencia de escuchar: en lugar de que las pruebas se experimenten como una música heavy metal ensordecedora que brota de los altavoces de nuestra mente, la apatheia las reduce a nada más que ruido ambiental en una habitación lejana.)

A esto se refería el apóstol Pablo cuando escribió: “He aprendido a estar satisfecho en cualquier situación en que me encuentre. Sé lo que es vivir en la pobreza, y lo que es vivir en la abundancia. He aprendido a vivir en todas y cada una de las circunstancias, tanto a quedar saciado como a pasar hambre, a tener de sobra como a sufrir escasez” (Filipenses 4. 11, 12 NVI). La palabra que Pablo eligió para “satisfecho” es autarkés. Este pasaje es el único lugar en el que aparece el término en el Nuevo Testamento, y se refiere a un tipo de tranquilidad que es producida por Dios y que solo puede venir a través del poder residente del Espíritu Santo. Eso es lo más puro, fino y acendrado de la apatheia.

Esta paz del alma no es, de ninguna manera, el objetivo principal de la vida cristiana. Más bien, es un subproducto de buscar a Dios de todo corazón (Hebreos 11.6; Jeremías 29.13). El objetivo de la apatheia no es que nos volvamos insensibles al sufrimiento (propio o ajeno), sino que confiemos en el Creador y vivamos más allá del sufrimiento. Es una manera de morir a nosotros mismos, de empezar a ordenar nuestro corazón y de hacer espacio dentro de nosotros mismos para amar a Dios y a los demás, como nos pide la Sagrada Escritura que hagamos. Orar “Hágase tu voluntad, pase lo que pase” es el comienzo de algo magnífico: el verdadero conocimiento de Cristo y de su poder, que obra en y a través de nosotros.  

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