Después de quince largas horas, en gran parte dedicadas al monótono asfalto gris de la autopista Interestatal 20, mi esposo y yo llegamos a Fort Worth, Texas, y encontramos el Seminario Teológico Bautista del Suroeste (Southwestern Baptist Theological Seminary). Aparcamos en la larga glorieta circular e hicimos una pausa de varios minutos para observar el Edificio Conmemorativo B. H. Carroll (B. H. Carroll Memorial). Una rotonda de ladrillos amarillos frente a un pórtico de piedra caliza con columnas jónicas blancas se encontraba en la cresta de la Colina del Seminario (Seminary Hill) que casi brillaba bajo el sol de la tarde. Mi marido pronto estudiaría hebreo antiguo, historia de la iglesia, hermenéutica y teología sistemática. Poco nos imaginábamos que nuestra mejor educación tendría lugar fuera de esas salas.

La vida comenzó a caer en un ritmo constante entre el trabajo y los estudios durante esos primeros meses. Luego llegó la temporada navideña y un motivo más para celebrar. Una ligera sensación de mareo llevó al descubrimiento de que nuestro primer bebé estaba en camino. Pero esa celebración se transformó en preocupación y luego en miedo a medida que las náuseas se intensificaban. Probé todas las soluciones que me ofrecieron mis amigas: galletas saladas, rodajas de limón, Mylanta, una dieta blanda, evitar los alimentos enlatados. Nada funcionaba y nada se mantenía en el estómago, ni siquiera el agua. Mi esposo se acostumbró tanto que podía sentarse al lado de la bañera con el almuerzo en una mano, dándome palmaditas en la espalda con la otra, mientras yo volvía a vomitar. Si él se daba la vuelta en la cama o caminaba por la habitación, el movimiento provocaba el vómito, así que él se iba a dormir al sofá.
Había oído hablar de las náuseas matutinas, pero no de las que duraban todo el día. Después de enterarme de que vomitaba seis o siete veces al día, mi médico me envió de inmediato al hospital para que me administraran suero por vía intravenosa para tratar la deshidratación. Comencé a temer que mi bebé sufriera algún daño o que el embarazo fuera un diagnóstico equivocado, y me estuviera muriendo de cáncer o de alguna otra enfermedad horrible. Pero en el hospital me hicieron una ecografía y pudimos ver a nuestra bebé por primera vez. Se me llenaron los ojos de lágrimas mientras la veíamos moverse en el útero.
El médico me diagnosticó hiperémesis gravídica. Aunque las náuseas, e incluso los vómitos, son habituales en los embarazos, en casos raros como el mío son extremos e interfieren con la capacidad de funcionar con normalidad. Me dieron Phenergan, que me ayudaba pero no detenía las náuseas. Mi marido solo trabajaba a tiempo parcial, por lo que dependíamos de mi trabajo a tiempo completo, pero yo no estaba tan saludable como para trabajar. Las facturas comenzaron a acumularse por la falta de ingresos y los gastos médicos adicionales. Muchas personas subestimaban mi experiencia y, en líneas generales, me animaban a aguantar. Una amiga me dijo que ella no podía dejar de trabajar por el solo hecho de que estaba embarazada. Me sentía débil y desalentada. Dice el dicho “al mal tiempo, buena cara”, y yo lo intentaba, pero no podía detener los vómitos. En mi tercer mes de embarazo, en lugar de aumentar de peso, había perdido 9 kilos, pasando de 61 a 52.
Mi marido solo trabajaba a tiempo parcial, por lo que dependíamos de mi trabajo a tiempo completo, pero yo no estaba tan saludable como para trabajar. Las facturas comenzaron a acumularse.
Durante mi período de malestar, vi a Dios demostrar su amor y su cuidado en los detalles más pequeños. Mi empleador, al asegurarme que mantendría mi trabajo, me sugirió con amabilidad que me quedara en casa hasta que pasara esa fase. Los padres de un vecino nos ayudaron en materia económica a pesar de que nunca nos habíamos conocido. Nuestra nueva iglesia de Texas traía comidas, incluyendo la visita de una doctora en uno de los turnos. Nos contó que los bebés de madres con hiperémesis gravídica suelen ser muy saludables. Mi Dios de los detalles me envió a esta doctora para que me brindara aliento y paz. Una amiga de mis suegros me escribió para compartir una experiencia muy similar con su embarazo. Me explicó con exactitud cómo se sentía, incluso compartió que ver el movimiento también le producía náuseas. Lloré porque ella me entendía. Dios envió a esas mujeres para darme consuelo en un momento difícil. Aprendí que con el Señor nada me faltaría y que en delicados pastos me haría descansar (Salmo 23.1, 2).
Las intensas náuseas y los vómitos duraron seis semanas, y yo permanecía en cama alternando entre el sueño inducido por mis medicamentos y el intento de estar lo más quieta posible. Por fin, la semana 15 de mi embarazo trajo un cambio y pude comer huevos duros y leche con chocolate. Decidí volver al trabajo. En mi camino a la oficina ese primer día de regreso, el cielo era de un azul hermoso y el aire fresco y vigorizante. Con la disminución de mis síntomas, Dios también restauró mi alma (Salmo 23.3), y me sentí muy agradecida de poder disfrutar de un día normal. Recuerdo haber orado con nueva compasión por quienes padecen enfermedades crónicas y terminales, que tal vez no puedan disfrutar sentirse bien físicamente de nuevo hasta que vayan al cielo. Aprendí la importancia de no juzgar las circunstancias de los demás, sabiendo que nunca podremos comprender en realidad su situación. (Esas lecciones me ayudarían más tarde, cuando mi esposo y yo ministramos en iglesias).
Dios quiere que sepamos que se interesa por los pequeños detalles de nuestras vidas.
En su sermón “El Buen Pastor”, el Dr. Stanley dice: “¿Por qué cree usted que Él puso el Salmo 23 en las Sagradas Escrituras? Para revelarnos el tierno amor cuidadoso, y la preocupación que Él tiene por nosotros”. Dios quiere que sepamos que Él está interesado por los pequeños detalles de nuestras vidas, y eso me quedó muy claro por las maneras que me brindó consuelo durante mi embarazo. Antes de ir al seminario, mi esposo y yo vivíamos cerca de nuestros padres y sabíamos que teníamos una red de seguridad que nos protegería si dábamos un paso en falso o si la vida nos derribaba. Estar al otro lado del país, lejos de nuestro sistema de apoyo, nos enseñó a confiar en el Señor, y aprendí de manera personal que “Jehová es mi pastor” (Salmo 23.1, énfasis añadido).
Mi pequeña bebé texana, a quien llamamos Dallas, cumplió los 30 este año. Y como predijo el médico, nació sana y sigue estándolo hoy. Aunque la vida ministerial no siempre ha sido fácil, la vara y el cayado de nuestro Pastor nos han proporcionado consuelo, disciplina y dirección cuando ha sido necesario, y Él nos ha protegido de todo mal (Salmo 23.3-5). Nuestra hija y su esposo nos han bendecido con tres nietos, y ella ministra a su familia y a otros, compartiendo el amor de Dios. Con el rey David, alabo al Señor y digo: “Has ungido mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando. Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa del Señor moraré por largos días” (Salmo 23.5-6 NBLA).