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El dragón en el asiento del conductor

Ya no me reconocía a mí misma, pero Dios aún podía ver mi verdadero yo.

Kimberly Coyle 17 de septiembre de 2023

Es difícil decirle a una amiga, incluso a una buena amiga, que no reconoces a la mujer extraña y asustada que te mira en el espejo todos los días. ¡Y vaya que has orado con desesperación por el alivio del trauma que llegó con tanta fiereza!

Ilustración por Hokyoung Kim

Mi amiga Christie y yo estábamos sentadas a la sombra, almorzando, y nuestra conversación giraba sin mucha dificultad en torno a la oscuridad de la ansiedad severa que sufrí durante el año pasado. Había evitado conducir distancias largas en la medida de lo posible, sintiendo pánico incluso en los trayectos cortos a la iglesia o para recoger a mi hija en el restaurante Panera.

Cuando yo tenía 15 años, mi mentor favorito y toda su familia murieron en un aparatoso accidente automovilístico cuando estaban de vacaciones, después de que el remolque de un tractor golpeara su automóvil. Cinco años después, un amigo mío de la infancia perdió la vida en un accidente de motocicleta y, pocos meses antes de mi boda, mis abuelos murieron en un accidente automovilístico al ser atropellados por un camión que venía de frente. Nunca había procesado por completo estas pérdidas, y a la postre llegaron a su punto crítico en mis cuarenta.

Christie y yo llevábamos más de un año sin vernos cuando nos encontramos en Longwood Gardens en una cálida tarde de septiembre. Vivíamos a varias horas de distancia, en estados diferentes, pero el atractivo de las floraciones de finales del verano y la promesa de la compañía de Christie me llevaron a repensar mi decisión en cuanto a conducir distancias largas. Pensé que estaba preparada para extender un poco mis límites. Pero durante el largo trayecto, resurgió un recuerdo inquietante, el de un suceso violento que había visto sin querer una vez en televisión. Por un momento me desvié de los carriles mientras conducía. Este recuerdo era solo uno de los muchos hilos de una profunda red de traumas no resueltos de los que había tratado de liberarme con cautela ese año. Sola en el auto, le pedí a Dios en voz alta que sacara ese recuerdo de la oscuridad y lo sanara con su luz. Volví a centrar mi atención en el viaje, inquieta y decepcionada por esta interrupción.

Cuando llegué, Christie y yo pasamos de un tema a otro en la conversación. Desde la última vez que nos vimos, un hijo suyo había llegado a la edad adulta, sus suegros habían venido a vivir en su casa, y había escrito dos libros. Su vida había tomado una dirección reconocible para las mujeres de nuestra edad. Para mí, mientras tanto, toda la imprevisibilidad, el miedo, la desconexión y el caos que llegaron en el 2020 parecían haber desencadenado todos los eventos traumáticos no procesados que había experimentado como niña y también como adulta joven. El miedo a la pérdida o al abandono repentino por parte de aquellos a quienes amaba, ya fuera por accidente o de otra manera, consumía mis pensamientos.

La ansiedad llegó al extremo una noche, cuando me desperté de un sueño profundo con el corazón acelerado, pensamientos intrusivos aterradores y una sensación de pavor que desafía cualquier descripción. Me levanté de un salto de la cama y zarandeé a mi esposo para despertarlo, diciéndole: “Algo anda mal”, mientras mi cuerpo temblaba sin control. Después de horas tratando de calmar mi mente y mi cuerpo, al fin caí en un sueño irregular.

A partir de entonces, cada día se convirtió en una batalla de pensamientos intrusivos y de ansiedad. Salir de casa, asistir a eventos públicos, enseñar y escribir se perdieron para mí en diversos grados durante esos largos meses, al tratar de encontrarle sentido a lo que me había ocurrido. Me aferré a los hilos más pequeños de la normalidad y traté de recuperar mi vida poco a poco.

Mientras Christie y yo hablábamos, yo lloraba, a mi interior, la pérdida de mi vida tal como la conocía. Nuestra conversación pasó a los libros, pero incluso mi vida como lectora se había reducido sobremanera cuando libros que antes disfrutaba me causaban malestar. Solo uno, La voz interior del amor, de Henri Nouwen, se convirtió en un ancla que me ataba a algo sólido y verdadero, y lo leía en repetidas ocasiones ese año. Como escritora, la desaparición de mis propias palabras fue un golpe duro, pero la pérdida adicional de mi rica vida como lectora me arrancó vitalidad.

Christie recién había leído La travesía del viajero del Alba, de C. S. Lewis, un libro para niños de la serie Las Crónicas de Narnia. En él, el personaje principal, Eustace, se transforma de niño en un dragón “por tener pensamientos codiciosos como los de un dragón en el corazón”. El dragón se apodera de la humanidad de Eustace por fuera, pero por dentro, él anhela ser el niño que una vez fue. Una noche sin luna, el Gran León Aslan, iluminado en un charco de luz, se aparece al niño/dragón Eustace.

Aslan le hace señas y Eustace le sigue hasta un pozo, donde Aslan le dice que se desvista antes de bañarse en el agua. Eustace intenta quitarse su piel de dragón, pero descubre que bajo una capa de la piel de dragón hay otra capa y otra y otra. Al final, Eustace se rinde a Aslan y permite que el Gran León lo desgarre y le arranque la capa final de piel de dragón para revelar al tierno niño que hay debajo. Solo Aslan tiene el poder de sanar a Eustace.

“El primer desgarrón que hizo fue tan profundo, que pensé que había ido directo a mi corazón. Y cuando empezó a arrancarme la piel, sentí el dolor más grande que he tenido en toda mi vida.”, dice Eustace.

Contuve las lágrimas cuando Christie llegó a esta parte de la historia. Era una reminiscencia de cada recuerdo doloroso que yo traté de sanar y purgar de mi mente, solo para descubrir otro recuerdo acechando debajo de él. Me dolió sanarme de las profundas heridas de mi pasado cuando dejé de ignorarlas, atenuarlas y vendarlas. No quería revivir los accidentes, la imprevisibilidad de la pérdida o el miedo que eso introdujo en mi vida. Pero eso me impedía vivir de manera sana e íntegra en el presente. Enfrentarme a todo lo que había quedado sin resolver en mí y procesarlo a plenitud de una manera saludable y centrada en Cristo, me dolió casi tanto como la herida inicial.

“Tienes que dejar que tus heridas bajen a tu corazón. Entonces podrás vivirlas y descubrir que no te destruirán. Tu corazón es más grande que tus heridas”, escribe Nouwen. Ese año, había subrayado y vuelto a menudo a estas palabras de La voz interior del amor. El corazón que describe Nouwen, uno que puede absorber el dolor del sufrimiento de la vida, es un corazón que conoce, recibe y se entrega al amor de Cristo. El amor de Cristo revela todo lo que está oculto, todo lo que nos mantiene atados e incapaces de avanzar. El verdadero trabajo de restauración y sanación comienza cuando nuestros miedos, pérdidas, ansiedades, pecados y traumas individuales quedan al descubierto.

La noche siguiente, me senté bajo el cielo del atardecer y leí La travesía del viajero del alba. Salté de inmediato a la transformación de Eustace y volví a llorar. Reconocí dónde había gastado tanta energía y esfuerzo para sanar mientras desgarraba capa tras capa de dolor pasado. También reconocí dónde lo había entregado a Cristo cuando mis recursos internos eran insuficientes para la sanación que se avecinaba. Todo este tiempo esperé que la rendición viniera acompañada de una sensación de alivio, pero, como a Eustace, el desgarrón, que reveló a la tierna mujer que había debajo, “sentí el dolor más grande que he tenido en toda mi vida”.

La cura puede doler, pero somos hechos nuevos en el proceso. Es doloroso pedirle a Dios que revele el origen de nuestras heridas más profundas, permitirle amar nuestras partes más heridas y confiar en su guía para encontrar recursos y relaciones que ayuden a que se produzca la sanación. Es incómodo enfrentar las cosas que hemos reprimido u ocultado, pero nuestro trauma, nuestra ansiedad y nuestro dolor no están ocultos para Dios. Cuando me siento frustrada por el lento y doloroso proceso de curación, cuando anhelo estar sana por completo y sin capas persistentes, recuerdo las palabras de Lewis al final de este capítulo. Eustace no fue un chico diferente de la noche a la mañana: “Comenzó a ser un niño diferente. Tuvo sus recaídas”, escribe Lewis. “Pero no haré caso de estas cosas. La cura había empezado”.

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