¿No se alegran ustedes por el hecho de que Dios se apareció hoy? —dijo el líder de adoración después de terminar de dirigir los cantos.
Me pregunté: ¿Estuvo eso alguna vez en duda? ¿Acaso Dios silencia su alarma del reloj despertador para dormir un poco más?
En realidad, la pregunta de ese domingo no era si el Omnipresente y Omnipotente Todopoderoso se “aparecería”, como si fuera un niño de 13 años poco fiable. La pregunta es, como siempre, los domingos: ¿Se aparecerá el pueblo de Dios?”

Esta atmósfera, que se repite a menudo en la adoración evangélica, pareciera comunicar la idea de que el cristianismo es de invención reciente, y que, como tal, podría apagarse por la falta de oración o por el canto a medias. Como si la obra de Dios en el mundo fuera una empresa incipiente que se sostiene por ingenio y agallas.
Inclusive, una mirada fugaz a la historia nos muestra que Dios se ha manifestado en medio de su pueblo a lo largo de la historia de la humanidad. Apareció en Génesis como el Creador de todo lo que existe. Se apareció a Abraham, a Moisés, a Israel y a los profetas. Apareció, después de 400 años de silencio, en un arruinado establo de ganado en una remota aldea palestina. Se presentó ante 500 testigos después de su resurrección y en el poder del Espíritu Santo en Pentecostés. Y ha estado apareciendo, a través del Espíritu Santo, en el cuerpo de Cristo durante más de 2.000 años.
El depósito de la fe
El movimiento evangélico moderno, que nace como resistencia a la tradición, al parecer “aburrida” y “sin vida”, de las corrientes principales y que se sostiene por un énfasis en la salvación personal, a menudo parece desconectado de la gran tradición de la historia de la Iglesia. Pero en un momento en el que la comunidad y las relaciones están más fracturadas, cuando la cultura está presionando a la iglesia, una reconexión con la historia de la ortodoxia podría ser lo que necesitamos.
En un momento en el que la comunidad y las relaciones están más fracturadas, una reconexión con la historia de la ortodoxia podría ser lo que necesitamos.
Esta idea, de que la fe que proclamamos los domingos es un depósito que se transmite de generación en generación, es un concepto que se encuentra en toda la Sagrada Escritura. A menudo se animaba al pueblo de Israel a volver a contar su historia de la salvación a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Y la reprensión de los profetas al pueblo de Dios se basaba a menudo en que no recordaban su propia historia. En el Nuevo Testamento, encontramos a Pablo instando a su protegido Timoteo a aferrarse a las cosas que le habían sido enseñadas, y que las enseñara a los demás (2 Timoteo 1.13). Del mismo modo, el apóstol Judas describe al cristianismo como “la fe que ha sido dada una vez a los santos” (2 Timoteo 1.3). En otras palabras, el cristianismo no es un simple sentimiento, o algo fabricado los domingos, sino una realidad: tanto un conjunto de verdades que nos entregaron los apóstoles y que se transmitieron a lo largo de la trayectoria de la Iglesia, como una historia.
A menudo nos decimos unos a otros que no estamos solos, porque tenemos hermanos y hermanas en el banco de al lado, en la ciudad vecina, o al otro lado del país que comparten nuestra preciosa fe. Pero también nos une “una gran nube de testigos” que nos han precedido (Hebreos 12.1). Sus vidas, sus historias y sus escritos nos recuerdan que el mismo Dios que fue fiel en el siglo I, en el siglo V y en el siglo XVI, es fiel en el siglo XXI. Es más, sus testimonios son el hilo conductor que conecta a los cristianos modernos con los apóstoles, y a los apóstoles con los santos del antiguo pacto.
Me pregunto si la ansiedad que sentimos por las cambiantes realidades culturales, se debe en parte a nuestra ignorancia de estas conexiones y de los muchos siglos de historia de la Iglesia que preceden a nuestra era. En verdad sentimos, es mi sospecha, que todo el proyecto del cristianismo sube y baja de acuerdo a nuestras propias capacidades. Al desconocer nuestra historia completa, la familiar historia de la fidelidad de Dios, temblamos ante dioses menores y gimoteamos cuando más bien deberíamos adorar a Dios. Imaginemos, no obstante, qué sucedería si recuperáramos un amor renovado por aquellos que nos han precedido, y por los grandes momentos de la historia que han dado forma a la Iglesia.
Un domingo cualquiera
¿Cómo sería para nuestro servicio de adoración si bebiéramos un poco más del pozo de la historia de la Iglesia? Podríamos empezar de manera sutil agregando a nuestros servicios de adoración la recitación de los credos principales. Forjadas en las importantes batallas teológicas de antaño, estas declaraciones no están entre las Escrituras inspiradas por el Espíritu Santo, pero forman el grueso andamiaje de la ortodoxia cristiana. Informan sobre lo que creemos y por qué lo creemos.
El cristianismo no es un simple sentimiento, sino una realidad: tanto un conjunto de verdades que nos entregaron los apóstoles y que se transmitieron a lo largo de la trayectoria de la iglesia, como una historia.
También podríamos introducir, en nuestra predicación, las historias de mártires, de grandes héroes cristianos y de los movimientos clave en el pasado. Podríamos, de vez en cuando en nuestras oraciones, dar gracias a Dios por estar sobre los hombros de aquellos que se han ido antes. Podríamos recordarnos que nuestro relato de conversión no es más que un hilo en la grandiosa y gloriosa frazada de la historia redentora de Dios. Y cuando bautizamos a un nuevo creyente, debemos decirle que no solo se sumerge en un cuerpo de creyentes, presentes y aún vivos en todo el mundo, sino también en la corriente del pueblo de Dios a lo largo de la historia.
Por supuesto, no debemos permitir que nuestras iglesias se conviertan en museos donde, sin pensar, veneremos a muertos y arrastremos los pies en costumbres sin sentido. Pero tampoco debemos hacer que nuestra experiencia de adoración sea tan moderna y contemporánea que no se parezca a lo que experimentaron los creyentes en las grutas del siglo III y las iglesias en las casas del siglo XVI. Al participar del pan y la copa, debemos recordarnos que estamos participando en una fiesta celebrada por nuestra familia del primer siglo, que está conectada a nosotros por la sangre del Señor Jesús.
Podemos encontrar formas creativas y nuevas de adorar a nuestro Mesías, pero la fe que expresamos los domingos no es algo nuevo, ni occidental, ni moderno. Gracias a Dios, el cristianismo no descansa ni en el talento ni en la obediencia de sus adherentes, sino en el poder de Cristo resucitado. La iglesia reunida no es algo creado en un laboratorio o en una conferencia, sino la obra del Señor Jesús, y será sostenida por su poder a través de cada generación hasta que Él regrese en gloria.