Un año antes de la muerte de mi padre, pude pasar un par de semanas con él, el período más largo de tiempo que pasamos juntos desde que él dejó a nuestra familia cuando yo tenía ocho años. A medida que se acercaba el día de nuestro reencuentro, mis pensamientos volvían a esa tierna edad y estaba casi vencido por la emoción. No podría haber deseado nada más.

La semana con mi padre no fue una experiencia ni buena ni mala. Fue peor: tibia y decepcionante. Yo había planeado salidas por las noches para llevarlo a lugares interesantes de nuestra comunidad, pero él estaba contento de quedarse en casa. Se negó a ir a los actos escolares de sus nietos. Lo que se suponía que iba a ser una de las semanas más significativas de mi vida fue, a decir verdad, aburrida. A los pocos días, yo tenía ya ganas de que se fuera.
Por si no está claro en este punto, mi padre y yo tuvimos una relación tensa durante gran parte de mi vida. Después de que dejara a nuestra familia y durante el resto de mis años de escuela primaria, lo veíamos de vez en cuando los fines de semana. El dolor de su ausencia se sentía casi a diario (nunca ha habido una frase más insuficiente que “padre ausente”), pero a través del anhelo, aprendí a perdonar y a esperar un futuro mejor juntos.
Pensaba con optimismo que era solo cuestión de tiempo para que él y yo tuviéramos, al fin y al cabo, una conexión más estrecha. De manera casi infantil, estaba decidido a convencerlo de que yo era alguien a quien valía la pena amar, con quien valía la pena pasar tiempo. Incluso después de esas dos semanas deprimentes con él, yo seguía creyendo que era posible tener una relación más significativa.
Pero luego murió.
La semana con mi padre no fue una experiencia ni buena ni mala. Fue peor: tibia y decepcionante.
Eso fue rápido e inesperado. No hubo ninguna sensación de cierre, ninguna oportunidad de decir las últimas palabras o un adiós. La devastación de perderlo y la agonía de preguntarme qué podría haber sido, me golpeó en igual medida durante las semanas y los meses que siguieron.
Poco ha cambiado en mi vida desde su muerte. Solo hay una cosa que es diferente: se ha extinguido el pequeño rayo de esperanza para cualquier tipo de reconciliación. Ese libro está cerrado. Nunca habrá un momento en el que sepa que yo podría haber sido suficiente para él.
El Dr. Stanley nos recuerda, al referirse a la sanidad de nuestras heridas, que “a menudo ese espíritu no perdonador puede ser muy sutil, y en especial si es el resultado de algo que han hecho los padres. Es una respuesta natural y normal que una persona diga: ‘Por supuesto que amo a mi padre'. Pero [el dolor] no desaparece solo porque usted diga: 'Quiero a mi madre, quiero a mi padre'. Usted quiere amarlos. Debe amarlos. Lo decimos en nuestro corazón, y por eso creemos que lo hacemos. Y aunque en la superficie todo parece estar bien, en el fondo eso nunca se ha curado”.
Entonces, ¿dónde encuentra usted la curación cuando ha muerto la persona con la que tiene la relación rota?
¿Dónde encuentra usted la curación cuando ha muerto la persona con la que tiene la relación rota?
Mientras crecía, me perseguía el pensamiento de que yo tenía parte de la culpa en el abandono de la familia por parte de mi padre y en la posterior separación de mis padres. Incluso siendo adolescente, entendía que esto era un sentimiento común entre los hijos de los divorciados, pero aún así no podía quitarme de encima la preocupación de que no había hecho lo suficiente para evitar que mi padre se marchara.
Años más tarde, en los momentos posteriores al nacimiento de mi primer hijo, recuerdo haber tenido a mi hijo en brazos durante un largo período de tiempo, sintiéndome a la vez abrumado y muy a gusto mientras le hablaba, presentándolo a su nuevo mundo. Yo estaba envuelto por un amor incondicional. Acunando a mi bebé, me sentía liberado de la carga que había llevado durante gran parte de mi vida. No había nada que este niño pudiera hacer para impedirme amarlo con todo mi ser. No había ninguna fuerza o barrera lo bastante fuerte para mantenerme alejado de él.
Me gustaría poder decir en este punto que tengo mi vida ordenada, y que todo es como debe ser. Pero la pena nunca es ordenada. Sigo de luto tanto por la pérdida como por la perspectiva perdida, lamentando una relación que pudo haber sido. La herida sigue en carne viva y es posible que nunca se cure del todo.
No había nada que este niño pudiera hacer para impedirme amarlo con todo mi ser.
Lo que sí sé es que, sea cual sea la paz que encuentre, mi Padre celestial está en medio de ella. En el pasado siempre me imaginé a un Salvador que repara por completo mi quebranto. Pero ahora creo que una imagen más adecuada es la de un Padre que está conmigo en medio de mi quebranto, ayudándome a soportar mis cargas. Tal vez por eso el Salmo 23 me golpea de manera diferente estos días: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento. Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores” (Salmo 23.4, 5).
En estas imágenes, Dios no elimina la presencia del mal, pero sí proporciona consuelo con su compañía.
En el día a día, he logrado cicatrizar mis heridas al pasar tiempo con mis propios hijos y al ser intencional sobre el papel que desempeño en sus vidas a medida que crecen. Desde las tareas mundanas, como hacer deberes o tareas domésticas, hasta los momentos especiales, como hacer panqueques juntos los sábados por la mañana, ir de excursión por los senderos y leer juntos por las noches, ser el tipo de padre que siempre quise tener me está ayudando a restablecerme. La cicatrización viene a través de las disculpas que ofrezco después de cometer errores, y cuando aseguro a mis hijos que, aunque todos navegamos en aguas desconocidas, estaremos juntos en esto. Siempre.