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En mi visor: Éfeso, Grecia

La reflexión de esta semana inspirada en una fotografía de Charles F. Stanley

Jamie A. Hughes 2 de octubre de 2022

Fotografía por Charles F. Stanley

La ciudad de Éfeso, ubicada cerca de la costa occidental de la actual Turquía, fue en su día un bullicioso centro de comercio, cultura y conocimientos. Era uno de los núcleos comerciales más importantes de la región, también conocido como residencia de eruditos y artistas. La riqueza y la sabiduría de la ciudad eran abundantes, y la combinación de ambas condujo a la creación de este edificio: la Biblioteca de Celso.

Esta maravilla de dos pisos, auspiciada por un poderoso cónsul llamado Cayo Julio Aquila, como un monumento a su difunto padre, es una de las pocas bibliotecas que quedan del Imperio Romano. En su día llegó a contener hasta 12.000 pergaminos, y era la tercera biblioteca más grande del mundo antiguo, después de las de Alejandría y Pérgamo. Sin embargo, gran parte de esa colección se perdió en el 262 d.C. cuando un terremoto estremeció la ciudad y el edificio se incendió. Lo que sobrevivió quizás fue destruido ese mismo año, cuando la ciudad fue saqueada por los godos.

Cualquiera que me conozca está al tanto de mi pasión por los libros. Las bibliotecas son espacios casi sagrados en mi mente, edificios diseñados para beneficiar a la comunidad donde se valora el aprendizaje. En la mayoría de las culturas occidentales actuales, seamos ricos o pobres, las puertas de una biblioteca están siempre abiertas para nosotros. Sus tesoros son nuestros para explorarlos de forma gratuita. Y cuando pienso en todo el conocimiento que se perdió cuando este precioso edificio fue destruido, no puedo más que llorar.

Este edificio sigue siendo muy llamativo, con sus hermosas estatuas, elegantes columnas e intrincados arabescos. Pero cada vez que miro esta imagen, también veo la pérdida. Me recuerda que, por mucho que intentemos preservarlas, las cosas que construimos se vienen abajo. Nuestras civilizaciones, por muy poderosas e impresionantes que sean, se desmoronan y se convierten en polvo. Nuestro conocimiento adquirido con tanto esfuerzo, y que con tanta diligencia hemos querido registrar para la posteridad, se desvanece. Como dijo una vez el poeta Robert Frost: “Nada de oro puede permanecer”. Entonces, ¿por qué seguimos intentándolo si todo está condenado al colapso?

Por mucho que intentemos preservarlas, las cosas que construimos se vienen abajo. Nuestras civilizaciones, por muy poderosas e impresionantes que sean, se desmoronan y se convierten en polvo. Nuestro conocimiento adquirido con tanto esfuerzo, y que con tanta diligencia hemos querido registrar para la posteridad, se desvanece. 

Creo que es porque no podemos evitar hacerlo. Hay algo en nosotros que sabe que la búsqueda de lo bueno, lo bello y lo sabio vale la pena a pesar del quebrantamiento que nos rodea. Al tratar de imitar la creación de Dios, estamos tratando de hacer de este mundo, a nuestra vacilante e imperfecta manera, lo que está destinado a ser algún día.

En Efesios 1.8-10 (NBLA), el apóstol Pablo escribe: “En toda sabiduría y discernimiento nos dio a conocer el misterio de su voluntad, según la buena intención que se propuso en Cristo, con miras a una buena administración en el cumplimiento de los tiempos, es decir, de reunir todas las cosas en Cristo, tanto las que están en los cielos, como las que están en la tierra”. Sabemos que hay algo mejor y mucho más hermoso por venir en “el cumplimiento de los tiempos”. Y cuando llegue ese momento, me gusta imaginar que este edificio ya no seguirá destruido.

Imagino las grietas y las fisuras desvaneciéndose y todas las piedras esparcidas devueltas a su legítimo lugar. Los pergaminos podrían incluso reaparecer, arreglados con mucho cuidado en sus nichos, y la cálida luz mediterránea fluyendo de nuevo por las ventanas como oro líquido. Pero nuestro Dios no se detendrá ahí; transformará la hermosa obra de nuestras manos en algo aún más magnífico a la luz de la gloria de Cristo. Así que, sí, miro esta otrora grandiosa casa de conocimientos y me aflijo, pero no lo hago como la persona sin esperanzas (1 Tesalonicenses 4.13) porque confío en que algún día todo será renovado.

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