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¿Es su fe insegura?

Una cosa es aferrarse a Dios por amor, y otra es hacerlo por temor.

C. Lawrence 10 de mayo de 2022

No puedo enfatizar lo suficiente lo importante que es aferrarse al Señor con todo el corazón, la mente, el alma y las fuerzas, no importa lo que suceda, con el conocimiento de que Él, en última instancia, proporciona lo que es absolutamente mejor para usted. La verdad es que a veces no entenderá por qué el Padre permite que ciertas dificultes toquen su vida, pero con Dios siempre hay esperanza. Y hay abundantes bendiciones que perderá si se entrega al desánimo.

—Charles F. Stanley.

Ilustración por Adam Cruft

Aferrarse, como palabra, tiene un bagaje. En nuestra cultura, hay una especie de desesperación enfermiza asociada al término: me viene a la mente la imagen de un hombre colgando de una cornisa de un techo, con peatones, taxis y coches circulando por debajo. Pero también está el anhelo del alma solitaria y sin amigos, que pisa los talones de los aspirantes a ser compañeros y los aleja más con cada insinuación. Ninguno de los dos tiene mucho atractivo, para ser sincero. Sin embargo, tengo que admitir que en la Biblia aparece una y otra vez un cierto fervor, si no una desesperación absoluta, con respecto a Dios: Una madre promete entregar a su hijo, dedicando el niño al Señor, si tan solo Él le permite concebir (1 Samuel 1.11-28); un hombre vende todo lo que tiene para ser dueño de una perla minúscula, pero de valor incalculable (Mateo 13.45, 46); una mujer pone su casa patas arriba en busca de una sola moneda perdida (Lucas 1.8-10).
Quiero argumentar a favor de la diferencia entre desesperación y dependencia: una proviene del miedo, y la otra de la humildad y el amor. Pero ¿quién soy yo para juzgar si el “aferramiento” de alguien está justificado, o si mis propios esfuerzos por permanecer sereno y sosegado son, de hecho, una mejor alternativa? La autosuficiencia, tan a menudo llena de ignorancia o negación sobre nuestra verdadera necesidad, por no hablar del ego, está en gran medida reñida con la vida cristiana. 

Hay un equilibrio en alguna parte: Tal vez el tipo de aferramiento que conduce a la plenitud espiritual es uno que se describe mejor como hambre: como lo que sentimos al ser invitados a un suntuoso banquete, o como niños bienvenidos para comer con total libertad en un parque con comida abundante. Por supuesto, esta clase de alegría y satisfacción a menudo parece difícil de alcanzar cuando nos enfrentamos a circunstancias difíciles, complicadas por el quebrantamiento del mundo. En esos momentos miramos a nuestro alrededor y, al no ver nada, decimos con el apóstol Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6.68).

¿Cómo sería para usted aferrarse a Dios en cada área de su vida, no por temor sino por amor? 

En mi opinión, aferrarse a Dios es una cuestión del corazón: establecer a cabalidad nuestras prioridades y confiar de manera suprema en el amor de Señor. No obstante, es difícil, si no imposible, que el corazón llegue a ese punto sin la vida del discipulado y todo lo que ella conlleva, lo que podríamos llamar las “obras” de la fe: la adoración congregacional, la oración y el ayuno, el servicio, la lectura de la Biblia, etc. A veces, el corazón tiene que seguir al cuerpo para aprender, mientras nos arrodillamos, probamos el pan y el vino, exhalamos las palabras de la Sagrada Escritura, y nuestros pechos vibran con el canto. Es un proceso lento para algunos de nosotros, incluso para usted.

¿Cómo sería para usted aferrarse a Dios en cada área de su vida, no por temor sino por amor? A pesar de toda nuestra preparación, demasiados de nosotros imaginamos a Dios como el espectador indiferente que podría quitarnos del precipicio, si tan solo quisiera hacerlo. O bien, lo vemos como el compañero que perseguimos con tenacidad, que tememos que un día se dará la vuelta y nos dirá, exasperado: “Déjame en paz, ¿quieres?”. ¡Qué confirmación de nuestras inseguridades sería eso, si solo hubiera algo de verdad en ello! Pero no, ambos escenarios son proyecciones de nuestro propio orgullo: nuestra incapacidad o negativa a creer que el Señor es quien dice ser. Que Él y su amor son en realidad tan buenos.

Esta es la cuestión: Cada uno de nosotros va a aferrarse a algo. La pregunta no es si lo hará, sino a qué: ¿será a algo temporal o eterno? ¿Nos aferraremos a nuestra ansiedad y a las innumerables formas en las que se manifiesta en nuestras vidas? ¿un apego excesivo al dinero y al estatus, tal vez? ¿a la indecisión o a relaciones débiles, o cualquier número de otras luchas que nos frenan? ¿O nos aferraremos con todo lo que tenemos a la misericordia de Dios? Dicho así, con tanta claridad, la respuesta es tan obvia que duele. Con todo, cada uno de nosotros tiene sus propias y complejas razones para la incredulidad con la que coqueteamos o que llevamos en nuestro corazón. Sean cuales sean las razones, el resultado es el mismo para todos: Nos perdemos el gozo y la libertad de entregar la totalidad de nuestra vida a Él. Esa es la gran paradoja de conocer a Cristo: nos inquietamos y tomamos decisiones para proteger las versiones de nosotros mismos que más queremos o con las que nos sentimos más cómodos. Pero es al renunciar a esos apegos que encontramos la verdadera vida: la que no podríamos haber creado nosotros mismos, pero que siempre quisimos, la vida que hemos estado tratando de crear toda nuestra vida, pero en vano.

¿Adónde más podemos ir? Solo Cristo tiene palabras de vida. Él es nuestra vida. Aferrarse a Dios no requiere grandes gestos, sino una fidelidad día a día, momento a momento. Y esa fidelidad suele tomar la forma de atención: la forma en que, sin importar lo que estemos haciendo, traemos nuestro corazón de vuelta a Él. Y caminamos por nuestros días siguiéndolo lo mejor que podamos, confiando en que Él nunca nos dejará atrás.

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