Un verano a principios de la década pasada, miles de adolescentes cristianos evangélicos se volcaron por varios centros comerciales de Atlanta. Los jóvenes cristianos, llenos de energía, acababan de terminar una conferencia de varios días en la que aprendieron a defender y demostrar su fe. Ahora, para poner en práctica sus tácticas recién adquiridas, salieron en masa a lugares públicos con mucho fervor.
Lo sé porque yo era uno de ellos. Mi entusiasmo me convirtió en audiencia meta de la conferencia, pues no solo era lo suficientemente extrovertido como para hablar con la gente, sino que, como la mayoría de los adolescentes, también estaba convencido de que lo sabía todo.

Hablamos brevemente con varios compradores amigables, y nuestro entusiasmo se intensificaba con cada interacción. Al recorrer el área de restaurantes, nos fijamos en un hombre de unos 50 años, solo y un poco desaliñado. Apenas nos reconoció cuando nos acercamos a su mesa y enseguida empezamos a hablar con él.
Antes de que tuviéramos la oportunidad de repetir nuestro monólogo, el hombre suspiró, desvió la mirada y dijo: "Hoy no, chicos".
Cuando se trataba de mis propios amigos no creyentes, a menudo no dialogaba con el objetivo de aprender de ellos.
Con esto en mente, decidí investigar un poco y encuesté a 50 no creyentes. Aunque todos tenían un familiar o un amigo cristiano, cerca del 70% dijo que se sentía incómodo al hablar de religión con esas personas. Cuando se les preguntó por qué, aparecieron palabras como "sermón", "a la defensiva" y "hostilidad". Por temor al rechazo de sus seres queridos o de las personas en posiciones de poder, muchos se sentían obligados a guardar silencio. Un encuestado dijo: "No escuchan para entender, sino para responder".
En la misma encuesta, pregunté qué haría falta para que se sintieran más tranquilos al hablar con un amigo o familiar cristiano. Lamentablemente, algunos dijeron que nunca se sentirían del todo cómodos. Pero la mayoría de las respuestas revelaron algunos anhelos muy básicos y comunes: respeto, diálogo abierto, menor grado de juicio y mayor comprensión.
La última de mis preguntas se refería a las de ellos: ¿qué preguntas relacionadas con la fe tenían, ya sea sobre Dios, las creencias o los demás creyentes? Sus respuestas, en su mayoría, se dividen en categorías generales. Algunos dijeron que ya no tenían preguntas o que estaban demasiado cansados para formularlas. O bien habían estudiado por su cuenta y seguían sin estar convencidos, o habían tenido demasiados líderes de la fe que dejaban de lado sus dudas legítimas.
Otros tenían preguntas concretas sobre la doctrina cristiana, a menudo sobre la tensión entre el libre albedrío y el plan de Dios, y sobre por qué toda la humanidad es responsable de las decisiones individuales de Adán y Eva. También era habitual que expresaran fuertes dudas en torno a la veracidad de las Sagradas Escrituras o que mencionaran su interés por la relación entre la religión y la política.
Aunque todos tenían un familiar o un amigo cristiano, cerca del 70% dijo que se sentía incómodo al hablar de religión con esas personas.
Varias personas tenían preguntas relacionadas con los cristianos, en concreto por qué algunos creen que está bien atacar a los que no comparten sus creencias, o por qué no someten sus propias creencias al mismo estándar riguroso de cuestionamiento que imponen a los demás. La mayoría de los encuestados se preguntaron por qué las conversaciones sobre el tema tienen que ser tan defensivas y argumentativas si los creyentes poseen la fe que dicen tener.
Quizá la mayor sorpresa de todo el esfuerzo fue que para muchos, el mero hecho de llenar un cuestionario anónimo parecía ser una experiencia catártica. Mientras leía los párrafos de historias y detalles, me preguntaba si esto se debía a que se les había pedido que compartieran sus pensamientos y sabían que alguien estaba interesado y escuchaba.
En cuanto a mí, la realización de la encuesta me proporcionó nuevos conocimientos, no solo acerca de los participantes, sino también de los cristianos en su entorno. A veces, me di cuenta de que fallamos al no ser un público accesible. Y aunque estemos ansiosos por compartir nuestro punto de vista y la razón por la que tenemos esperanza, quizá nuestra disposición a escuchar y oír de verdad —estar atentos, comprender— sea tan importante como el discurso. Estoy convencido de que es ahí donde se pondrá a prueba la sinceridad de nuestro testimonio y se demostrará su valía.