Desde finales del otoño hasta principios de la primavera, cuando las noches son largas y los días cortos, mi esposo y yo paseamos a nuestros perros en la oscuridad cada mañana y cada noche. Los perros olfatean cada buzón y cada hierba mientras paseamos por el familiar callejón sin salida. Pero la ruta no está del todo envuelta en la sombra de la noche. Los faroles emiten la luz suficiente para que, al salir del resplandor de un farol, demos apenas unos pasos en la oscuridad antes de entrar en el resplandor del siguiente.

En cierto modo, la vida cristiana puede parecerse a esos pocos pasos en la oscuridad. Detrás de nosotros tenemos la Encarnación, cuando “la luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Juan 1.5). Confiamos en la Palabra de Dios y creemos que el Señor Jesús vino a buscar y a salvar a los perdidos. Justo delante de nosotros vemos la luz de Cristo glorificado, cuando “no habrá allí más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 22.5). Tenemos fe en que las promesas de Dios se cumplirán y viviremos con Él para siempre.
Pero entre los dos “faroles” del plan redentor de Dios, incluso cuando vemos y confiamos en la luz que hay detrás y delante de nosotros, nos vemos obligados a dar algunos pasos en la oscuridad.
Pero entre los dos “faroles” del plan redentor de Dios, incluso cuando vemos y confiamos en la luz que hay detrás y delante de nosotros, nos vemos obligados a dar algunos pasos en la oscuridad. Con apenas un resplandor para guiarnos, transitamos por los inciertos caminos de las relaciones, la carrera profesional y la crianza de los hijos. Atravesamos el dolor privado, las tragedias de la comunidad y las crisis mundiales. Clamamos y lloramos al Señor, y Él nos señala esas dos luces, recordándonos que no estamos solos. Su luz nos da esperanza.
En Romanos 8.24, 25, Pablo nos explica esta importante realidad. “La esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos”.
El famoso villancico “Noche de Paz, Noche de Amor”, que muchos cantaremos en las próximas semanas, es un canto de esperanza, que nos recuerda por qué el mundo cansado se alegra incluso ahora. Está enclavado entre la brillante estrella sobre Belén y la culminación del regreso del Señor Jesús en su gloria, cuando allí amanezca una mañana nueva y gloriosa. “Caminamos con esperanza hacia ese día en el que Él romperá las cadenas y en su nombre cesará toda opresión”, cuando final y plenamente seremos llamados “de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2.9).
La esperanza no se refiere solo al futuro; se trata de algo más que la vida venidera cuando se haga realidad el reino de Dios. De manera importante, ya podemos ver nuestra vida eterna con Él por la luz de Cristo y a través de los “ojos” de nuestra fe. Además, y quizás lo más importante, la esperanza en el Señor Jesús es una bendición en este momento, aquí y ahora. Nos recuerda nuestro lugar en la historia de Dios, y nos fundamenta en la verdad de que le pertenecemos incluso cuando la luz sea más tenue.