Tal vez usted se encuentre entre los afortunados que nunca han considerado abandonar a Dios. Tal vez en su relación con Cristo solo haya un bailarín en el escenario: la fe se mueve con la facilidad de una prima bailarina en el centro de atención. Para otros de nosotros, la danza toma una forma diferente, la coreografía se transforma a través de los años de luz inconsistente. Dos bailarines en lugar de uno, experimentamos el intercambio de fe e incredulidad, mientras uno se enfoca y el otro se oculta en las sombras. Y luego, de nuevo, cuando un bailarín choca con el otro, una y otra vez, en lo que a menudo se convierte en un caos predecible.

Cuando un cristiano se siente alejado de Dios, el pecado no confesado es un diagnóstico común. Otras veces puede tratarse de un malestar general o de aburrimiento, lo que los antiguos llamaban acedia, o bien pereza, también conocido como indolencia. En cualquier caso, la receta es la misma. Pastores y amigos bienintencionados dicen que se necesita una disciplina a la vieja usanza: la persona afectada solo tiene que apretarse el cinturón y hacer borrón y cuenta nueva.
“¿Estás seguro de que estás dedicando tiempo de calidad a las Sagradas Escrituras?”, pregunta un amigo.
“Solo necesitas orar con constancia, tiempo para arrodillarte, hermano”, sugiere otro.
“El problema es que no estás sirviendo lo suficiente. Si te limitas a solo preocuparte, tu fe está destinada a estancarse”, dice otro.
Los remedios no solo son abundantes, sino que también suenan bastante sólidos en su formulación. ¿Qué puede haber de malo en dedicar más tiempo a leer la Biblia, orar o servir a los demás, entre otras muchas actividades provechosas? Pero lo que muchas personas no aprecian de sus seres queridos y compañeros de iglesia que tienen luchas, es que la incredulidad a menudo es dolorosa para quienes desean tener una experiencia auténtica de Dios. Y en muchos casos, la persona a la que intentan ayudar ya ha probado en vano muchas veces los métodos habituales.
Es natural pensar que lo que una persona está haciendo o dejando de hacer puede estar afectando su sentido de conexión con el Señor. Pero supongamos que no hay un patrón evidente de pecado no confesado. O que la persona, de hecho, pasa un tiempo considerable leyendo la Biblia. Supongamos que es tan disciplinada como la disciplina misma y, sin embargo, la incredulidad aún se extiende a través de la topografía de su corazón como una tormenta que ahoga los campos de la luz del sol.
Tal vez usted es como yo, y aunque ha pasado por temporadas prolongadas de ausencia, también ha experimentado una fe que estaba viva y convincente. Una sensación innegable de presencia y propósito. Momentos que hicieron que los dolorosos períodos de incredulidad, de duda y de distanciamiento, parecieran más cortos. Momentos que, cuando se comparan con los paseos al fresco del día con el Señor, parecen tan breves como si hubieran sido sueños. Y, no obstante, cuando ocurre lo contrario, el dolor puede parecer constante. A veces agudo, y a veces como recorrer un largo camino sin zapatos. Ojalá pudiéramos encontrar unos zapatos. Si tan solo el suelo fuera más blando y el número de kilómetros menor.
La experiencia de la incredulidad se define por el contraste, y no puede resolverse por la pura fuerza. Mientras que los buenos tiempos tienen un aire de inevitabilidad y facilidad, donde el tiempo parece casi desaparecer, los tiempos difíciles son lo contrario. En las épocas que percibimos la ausencia de Dios, sentimos cada minuto de aislamiento.
La experiencia de la incredulidad se define por el contraste, y no puede resolverse por la pura fuerza.
“Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”, dice el Salmo 46.10, un versículo que memoricé cuando era un niño, y que nunca lo he olvidado. El versículo me ha venido a la mente innumerables veces a lo largo de las décadas, adquiriendo un nuevo significado en cada época de mi devenir. Pero solo ahora he comenzado a pensar en él, no como un correctivo para el fanatismo fuera de lugar, o para no hacer las cosas con mis propias fuerzas, sino como una promesa. Podría leerse así: “Deja de intentarlo, deja de agobiarte y consumirte, y al final descubrirás por ti mismo quién soy yo”.
Para aquellos que de alguna manera sienten que se han acercado a un momento decisivo para abandonar a Dios o quedarse con Él, y para aquellos que se sienten obligados a ayudar a alguien que conocen en esa situación, me gustaría proponerles que el mejor consejo es tan sencillo como este:
Deténgase.
Espere.
No haga nada precipitado.
Deje de hacer lo que sea durante un tiempo.
Deje de retorcerse las manos con nerviosismo; deje de rumiar en su mente.
Sea suave con usted mismo, y no fuerce nada.
Quédese aquí y ahora en esta situación, aceptando la misma.
Deshágase de todas sus expectativas.
Pida con humildad la ayuda de Dios.
Esta manera de razonar se basa en la confianza en la bondad del Señor y en la convicción de su presencia constante con nosotros. Todo lo que se requiere es apertura y paciencia, renunciando a la idea de que alguien es más responsable que Dios en perfeccionar su obra en nosotros (Filipenses 1.6).
Con demasiada frecuencia estamos tan enfocados en los resultados, que no apreciamos el proceso de crecimiento, que incluye todo tipo de momentos y experiencias, no solo aquellos que se asemejan a nuestros ideales con respecto a la vida de fe. La duda de Tomás fue una parte importante y productiva de su relación con Cristo, como lo fue la negación de Pedro. El joven rico tuvo que alejarse antes de poder dar pasos adelante. La fe de Nicodemo necesitaba el amparo de la noche antes de poder abrazar el brillo del día. En el misterio de la providencia de Dios, no podemos saber el valor o incluso la necesidad de nuestras luchas.
Con demasiada frecuencia estamos tan enfocados en los resultados, que no apreciamos el proceso de crecimiento, que incluye todo tipo de momentos y experiencias, no solo aquellos que se asemejan a nuestros ideales con respecto a la vida de fe.
Cada vez más, creo que para cada uno de nosotros no importa dónde nos encontremos en el espectro de la fe y la incredulidad, el mejor camino a seguir no es, obviamente, no avanzar en absoluto. Más bien, es una especie de quietud activa en la que aprendemos a esperar en el Señor. Donde clamamos, así como el padre del muchacho endemoniado: “Creo; ayuda a mi incredulidad”. (Marcos 9.24). Donde nos sentamos y esperamos que el Señor pase y se muestre con exactitud como esperábamos que fuera todo el tiempo.