[Dios] sabe que usted y yo pasaremos por esos tiempos de separación y abandono o de rechazo. Sentiremos la soledad. ¿Y qué es lo que la soledad pide a gritos por encima de todo, sino la presencia? La soledad quiere presencia. ¿Qué es lo que el miedo pide a gritos por encima de todo lo demás? Ayuda, la ayuda presente ahora mismo. Si lo piensa, a lo largo de las Sagradas Escrituras los siervos de Dios claman a Él, pidiendo su ayuda por una u otra razón. Y Dios hace notar su presencia una y otra vez.
—Charles F. Stanley, “Su presencia que imparte poder”.

El techo de metal corrugado estaba a doce metros de altura, pero parecía mucho más alto. Me acosté en mi litera superior, a la altura suficiente como para ver por encima de las paredes divisorias que separaban los salones en un vasto laberinto humano dentro de un galpón del tamaño de varios campos de fútbol. Por lo que yo sabía, ahí, en medio de un día en el que cientos de voluntarios se preparaban para la evangelización más grande del mundo en la historia, yo estaba por completo solo.
El Dr. Stanley nos recuerda que la soledad es inevitable, una condición humana de la que ninguno de nosotros puede escapar. Pero cuando dice que “la soledad quiere presencia”, eso toca la fibra sensible en mí.
Había llegado a esta conferencia en los Países Bajos dispuesto a unirme como periodista en formación al personal de los medios de comunicación. Pero cuando llegué, no tenían constancia de que había sido aceptado; parecía como si la carta oficial que tenía en mi mano había sido una broma. Durante las comidas y los descansos hice amigos de todo el mundo. Sin embargo, cuando se trataba de trabajar, ellos se apresuraban a realizar tareas importantes, y yo iba de un lado a otro preguntando cómo podía ayudar. Eso continuó durante tres días, y fue uno de los momentos de soledad más agudos que he experimentado: a la deriva en un mar de gente, sin propósito y lejos de casa.
El Dr. Stanley nos recuerda que la soledad es inevitable, una condición humana de la que ninguno de nosotros puede escapar. Pero cuando dice que “la soledad quiere presencia”, eso toca la fibra sensible en mí. En la experiencia que tuve, deseaba la presencia que vendría con el trabajo en equipo, preparándome para servir a más de 10.000 personas. Oré mucho durante esos tres días, preguntándole a Dios si todo eso había sido un error, si había viajado tan lejos para nada. Clamé por algún tipo de respuesta, no por esa inquietante incertidumbre.
Justo en el punto de máxima tensión tolerable, cuando me sentía atrapado y a la buena de Dios, listo para volar a casa, recibí la invitación para unirme al equipo de servicios de comida y bebida, que era algo de lo que yo no sabía nada. Las tareas no incluían informar sobre el evento con otros jóvenes periodistas, sino que a diario ayudé a servir comidas a miles de evangelistas. No es algo para lo que me hubiera inscrito en un principio, pero aprendí algunas lecciones de valor incalculable sobre cómo servir a los demás, al mismo tiempo que establecía vínculos con nuevos amigos de todo el mundo. Lo que fue unos pocos días de soledad se convirtió para mí en toda una vida de recuerdos y una nueva percepción. Sobre todo, que en todo ese espacio vacío que me rodeaba en un galpón holandés, Alguien estuvo sentado todo el tiempo en la litera que estaba debajo de mí.