La seguridad de la salvación en Cristo ha sido un desafío de toda la vida para mí. Al principio, la lucha consistía en aprender a creer que la seguridad era del todo posible. Incluso ahora, me encuentro dudando. Me veo atrapado en el razonamiento de que la gracia y la misericordia de Dios son demasiado buenas para ser verdad. Es una gran dicha que Dios nos haya dado una y otra vez sus grandes promesas para convencernos de la seguridad que Cristo ha asegurado a sus hijos. Por ejemplo, Juan 6.37: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera”. Esto me dice que si vengo a Cristo, seré guardado por Él, lo cual me ha traído una gran medida de paz.

Pero ¿cómo puedo estar seguro de que en realidad he venido a Él? Todavía estoy aprendiendo a aceptar que esto se aplica también a mí, incluso cuando vivo en este cuerpo y sigo fallando. Cuando estoy afligido por mi fracaso, me siento tentado a preguntarme si fui salvo, para empezar. Mis sentimientos comienzan a arrojar sombras sobre mi fe. Sin embargo, en su sermón sobre cómo descansar en la fidelidad de Dios, el Dr. Stanley dice: “Nuestras emociones a menudo van en contra de las promesas de Dios. Y tenemos que decidir: ‘¿Voy a creer lo que siento’? ¿O voy a creer lo que Dios ha dicho?’ Y ahí es donde chocan la fe y la duda”.
A Dios no le sorprende mi pecado ni se siente frustrado por su presencia, y me ama igual sin importar cuánto titubee.
A Dios no le sorprende mi pecado ni se siente frustrado por su presencia, y me ama igual sin importar cuánto titubee. Consciente de mi quebrantamiento y de mi continua necesidad de su ayuda, he aprendido que Cristo vive para interceder por mí (Hebreos 7.25). En la cruz, Él pagó por mis pecados, y ahora, en el presente, aplica esta victoria a mi vida cada día y a cada momento.
Como pueden darse cuenta, tuve que reconocer la verdad de que mis acciones no podían salvarme, para empezar, así que ¿cómo podrían estos esfuerzos mantenerme salvo? Necesito a Cristo de continuo. En el mejor de los casos, mi justicia es como trapos de inmundicia (Isaías 64.6), así que debo buscarlo con tanta dependencia hoy como siempre lo hice.
Y, aun así, las dudas nunca desaparecen por completo. Cada vez más, he aprendido a ser sincero con la gente. Cuando confieso mis temores, descubro que otros también los tienen. Es por eso que todo el tiempo apoyamos a nuestros hermanos en la fe y les recordamos que Cristo es más grande que nuestras emociones y vacilaciones, nuestros fracasos e incluso nuestras victorias —que Dios es amor (1 Juan 4.8). Quienes conocen su necesidad apremiante y están dispuestos a acercarse a su amoroso Salvador, son quienes encuentran descanso para sus corazones ansiosos.