El catecismo, ese tradicional sistema para el estudio de la doctrina cristiana, no era una práctica que había en la iglesia de mi infancia. Sabía de la Biblia solo por los libros que más me encantaban: los que fueron escritos en los viejos tiempos cuando los niños eran para ser vistos pero no escuchados, cuando los domingos eran para sermones interminables, duros bancos de madera, y largas tardes dedicadas a la tranquila reflexión.
El formato de preguntas y respuestas del discipulado tradicional ha sido utilizado por los cristianos durante siglos para instruir a los niños y a los nuevos conversos en los fundamentos de la fe, pero yo no fui uno de esos niños. Puede ser que por esa razón perseveré tanto tiempo en creer que estas preguntas y respuestas tradicionales eran tan limitantes como sería un corsé de huesos de ballena, y tan tediosas como ensartar una hilera de botones nacarados en una bota del siglo XIX.
Una pregunta excelente es como una invitación a jugar.
La crianza de cuatro hijos ha cambiado mi perspectiva de muchas cosas que una vez llamé monótonas. Desde listas de quehaceres, hasta horarios para dormir, las prácticas que antes consideraba tediosas ahora proporcionan libertad. Son las paredes y las cercas que permiten que nuestra vida familiar florezca. Cuando busqué, con cierto desespero, el manual de discipulado de la denominación en la que estamos criando a nuestros hijos, encontré una práctica que era todo, menos aburrida. Por el contrario, hacer estas antiguas preguntas en nuestros devocionales familiares después de la cena, ha sido como caer en una piscina transparente: el fondo está ahí, en forma de respuestas impresas; metemos los pies en ella, pero de algún modo nos sentimos impulsados a nadar, dar vueltas y remolinear. Una pregunta excelente es como una invitación a jugar.
Sin embargo, algunas preguntas nos llevan a los bordes borrosos de nuestra certeza, y temo más a mi incertidumbre de lo que creía. “¿Por qué?” es la pregunta más difícil de todas, y es la que más les encanta a los niños. Puedo hacer cada noche las preguntas impresas de nuestro manual, pero, para mis hijos, las ordenadas preguntas y respuestas de nuestro libro de oración son solo el punto de partida de una aventura inexplorada. A veces me pregunto si se preocupan tanto por las respuestas, como por hacer que su madre se sienta incómoda. Mi hija menor, que tiene cuatro años, ni siquiera pretende esperar una respuesta. Un por qué viene después de otro por qué, con apenas un segundo de pausa entre ellos.
PREGUNTAR Y SABER
No hay jerarquía en la curiosidad de los niños. ¿Por qué el cielo es azul? es seguido de: ¿Por qué Dios no sanó a la abuela? Ellos no saben que la primera pregunta solo me hace sentir cansada, pero la segunda toca mis inseguridades más profundas.
Los niños hacen preguntas indiscriminadamente, porque desconocen el peligro. Todavía no saben lo que está en juego. Pero nosotros, los adultos, sí lo sabemos. Entendemos que las vidas se basan en suposiciones, cada una sobre la otra, como ladrillos unidos por cemento. ¿No sería absurdo hacer una pregunta que amenace las paredes con las cuales hemos construido nuestra vida? Solamente un niño intentaría tal cosa. Y solamente un niño saborearía tanto las preguntas, que se olvidaría de escuchar la respuesta.
“¿Por qué?” es la pregunta más difícil de todas, y es la que más les encanta a los niños.
Jesús nos dijo que debemos volvernos como niños si queremos entrar en el reino de los cielos. ¿Pudiera parte de esta fe infantil ser una aversión a las respuestas fáciles? En El peso de la gloria, C. S. Lewis escribe: “Si nuestra religión es algo objetivo, entonces nunca debemos apartar nuestros ojos de esos elementos en ella que parecen desconcertantes o antipáticos; porque será precisamente lo desconcertante o lo antipático, lo que oculta lo que no sabemos todavía, pero que necesitamos saber”. Es esta necesidad apremiante de saber lo que impulsa las preguntas de todo niño. El mundo es grande, y los niños tienen una experiencia tan limitada. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? es el sonido de sus primeros encuentros con la creación. Las palabras por qué quizás sean la primera oración de un niño.
Aunque me resisto a seguir su ejemplo, mis hijos me están enseñando a orar de esa manera. Últimamente, me he metido de lleno en algunas de esas preguntas perennes que los cristianos han debatido durante siglos. Hace años, las hacía a un lado, por haberlas etiquetado convenientemente como “sin respuesta”. Pero todos los días mis hijos hacen preguntas supuestamente “sin respuesta”. ¿Qué me impide hacer lo mismo?
También hay aspectos de mi fe cristiana que me parecen tan sacrosantos, que nunca me he atrevido a abordarlos con pregunta alguna. Sobre estos temas, desde hace tiempo he preferido una comprensión superficial o parcial que un cuestionamiento ignoto y desmedido que conlleva a más interrogantes. Siempre he dado por sentado que si me permito comenzar a cuestionar, me convertiría en la mujer necia que derriba su casa con sus manos (Proverbios 14.1). Quizás algunas preguntas sean necias, ¿y otras sabias?
A Jesús le hicieron muchas preguntas diferentes durante los años de su ministerio público. De hecho, gran parte de su enseñanza, tal como ha quedado registrada en los cuatro evangelios, fue motivada por esas interrogantes. Cuando se le preguntó por qué los discípulos de Juan ayunaban, pero los suyos no, Jesús lo explicó y además predijo su regreso al cielo (Marcos 2.18, 19). El joven rico le hizo una pregunta tan importante, que está registrada en tres evangelios: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Marcos 10.17; Mateo 19.16; Lucas 18.18). Y cuando un escriba hizo una pregunta, y luego contestó sabiamente a la respuesta del Señor, Jesús le dijo: “No estás lejos del reino de Dios” (Marcos 12.34).
Pero algunas preguntas revelan cuán lejos estamos nosotros de ese reino. Algunos fariseos trataron de tenderle una trampa a Jesús preguntándole si era lícito pagar impuestos a César (Marcos 12.14). Preguntas como estas eran un intento de desacreditar a Jesús y su ministerio. Algunas de nuestras preguntas pueden ser un poco mejores. En este caso, no es tanto la pregunta lo que importa, sino nuestra motivación para hacerla. Podemos preguntar porque aspiramos tener sabiduría, y porque queremos conocer mejor la fuente de toda sabiduría; o podemos preguntar con el propósito de manipular o probar a Dios. Algunas de nuestras preguntas no son más que ecos contemporáneos de los fariseos y saduceos, que exigían un señal del cielo (Mateo 16.1).
VIVIR LAS PREGUNTAS
Quizás las preguntas importen menos de lo que he imaginado. Dentro de la red de seguridad de nuestro discipulado, he aprendido que el propósito de hacer más y mejores preguntas, cada vez más desconcertantes, no necesariamente es encontrarles una respuesta. Lewis tiene razón al decir que los elementos desconcertantes de nuestra fe ocultan un tesoro enterrado de conocimiento o sabiduría. Y son, ciertamente, dos frutos de buena fuente. Pero los frutos se dan en su temporada, y si hacemos preguntas difíciles, por lo general, tendremos que vivir largos períodos sin ninguna respuesta. De hecho, esta es otra forma de tesoro escondido. Atrevernos a hacer las preguntas que nos incomodan, nos obliga a vivir por fe, aun cuando dudemos o nos sintamos inseguros. Esa clase de confianza nunca es fácil, pero puede llevarnos a confiar en mayor medida en Aquel que profesamos seguir.
Jesús hizo la gran pregunta más difícil de todas. Cerca del momento de su muerte en la cruz, gritó la pregunta que pareció sacudir al mundo como un terremoto: “Eli, Eli, ¿lama sabactani?”. Es decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27.46). La inocencia del niño y la experiencia del adulto tienen un punto de convergencia en esa interrogante nefasta y trascendental. Es una pregunta tan vital que tanto Mateo como Marcos registran las palabras en el mismo lenguaje que Jesús utilizó. Aunque los escritores del Nuevo Testamento no registran ninguna respuesta del cielo, de algún modo, Jesús parece haberla hallado. Sus palabras finales son: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, palabras que connotan tal unidad entre Padre e Hijo, que ninguna pregunta sin respuesta podía destruir (Lucas 23.46).
¿Debemos nosotros, al igual que Jesús, hacer a Dios las preguntas más difíciles que tenemos? El poeta Rainer Maria Rilke es muy recordado por el consejo que dio a un poeta más joven que él: “Quiero rogarle, lo máximo que puedo, querido señor, que sea paciente con todo lo que no esté resuelto en su corazón, y que trate de amar a las preguntas mismas como habitaciones cerradas con llave, y como libros que están escritos en una lengua muy foránea ... Viva las preguntas ahora mismo. Quizás entonces, poco a poco, y sin darse cuenta, llegará el día distante en que tenga la respuesta”. Vivir las preguntas no es suponer que las respuestas no sean importantes o que no puedan ser descubiertas. Por el contrario, vivir las preguntas es vivir en relación con Dios, de la misma manera que un niño vive con sus padres. Doy a mis hijos todo lo que creo que necesitan, pero estoy seguro de que no necesitan hoy la respuesta a cada pregunta que hacen.
Atrevernos a hacer las preguntas que nos incomodan, nos obliga a vivir por fe, aun cuando dudemos o nos sintamos inseguros.
Pero debemos preguntar. Ello es tan necesario para nuestro desarrollo como lo es para el crecimiento de un niño. Si las preguntas pueden ser una forma de oración, entonces deben ser parte de nuestra comunicación con nuestro Padre celestial. Incluso la nefasta pregunta que hizo Jesús en la cruz, fue una cita del libro de oraciones del pueblo de Dios. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” son las primeras palabras del Salmo 22, donde un grito de angustia se despliega en un canto de alabanza.
Esta puede ser la clave para hacer preguntas riesgosas sin poner en peligro los fundamentos de nuestra fe. Podemos, como el salmista, envolver nuestras dudas con humildad, gratitud y alabanza. Los salmos hacen muchas de las interrogantes más difíciles: Dios mío, ¿dónde estás? ¿Me has abandonado? ¿Por qué callas? ¿Me salvarás? Sin embargo, estas terribles preguntas nunca llevan a la amargura. Llevan, siempre, a Dios. Quienes hacen preguntas son llamados buscadores, pero hacer preguntas también puede convertirnos en seguidores. Las preguntas dirigen nuestros ojos hacia el cielo, y envueltas con alabanza y gratitud, guían nuestros pies al cielo. En su novela Mientras no tengamos rostro, Lewis escribe: “Ahora sé, Señor, por qué no das ninguna respuesta. Porque tú mismo eres la respuesta. Delante de tu rostro, las preguntas desaparecen. ¿Qué otra respuesta sería suficiente?”. En realidad, Dios no es solamente nuestro Salvador; Él mismo es la respuesta a todo lo que preguntemos. “Yo soy la luz del mundo”, nos dijo Jesús. “El que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de vida” (Juan 8.12). Nuestras mejores preguntas reconocen esta oscuridad, y luego nos dirigen hacia la Luz.