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Su existencia es una fuente de alegría para Dios

Lo que deleita al Señor es quién usted es, no lo que usted haga.

Kimberly Coyle 16 de julio de 2023

La primavera y el otoño de mi infancia estuvieron marcados por el sonido del pase de páginas. Mientras yo me escondía dentro de casa, el resto de los niños del vecindario se reunían para jugar al pillapilla, al escondite, o a la bola pateada. Descubrí temprano en mi vida que yo carecía de impulso competitivo y de coordinación, lo que me situaba entre lo cómico y lo trágico. Así que los gritos de risa que atravesaban el espacio verde exterior y llegaban hasta nuestra cocina no eran suficientes para sacarme de la lectura.

Ilustración por Adam Cruft

El verano era diferente. Desde el día en el que se abría la piscina del vecindario, mi voz se unía al coro de niños que gritaban “Mírenme” y a las risas que resonaban en el agua clorada. En la piscina era donde yo me destacaba, donde de repente mis brazos y piernas se comportaban de la manera que yo esperaba. Me convertía en un pez. En una sirena. En un delfín.

Entre las paletas de helado, descansos para ir al baño y competencias para aguantar la respiración, me paraba en el borde de la piscina, de espaldas al agua. Una y otra vez, levantaba los brazos, arqueaba la espalda y me impulsaba con los dedos de los pies, siguiendo el arco del cielo mientras me zambullía de espaldas en el agua. Era el mejor movimiento que conocía y me hacía sentir como si tuviera un superpoder infantil.

La piscina era una fuente de tanto deleite durante mi infancia, que en mi primer año de escuela secundaria me uní al equipo de natación. Pero pronto me di cuenta de que no estaba hecha para la natación competitiva. Llegué a tenerle miedo al sonido de la campana final del día en la escuela, lo que indicaba que era hora de entrenar. Nadaba largo tras largo en una piscina cubierta poco iluminada, rezagada con respecto a mis compañeras de equipo y preguntándome qué me pasaba.

Nadaba largo tras largo en una piscina cubierta poco iluminada, rezagada con respecto a mis compañeras de equipo y preguntándome qué me pasaba.

Entonces, cuando un examen físico de rutina reveló un posible soplo cardíaco, me saltaba las prácticas para someterme a más pruebas. El ultrasonido no fue concluyente, pero utilicé los resultados como estrategia para dejar la natación competitiva. Se había vuelto demasiado doloroso ver las caras de mis compañeras de equipo cuando me asignaban a un relevo, o levantarme siempre mermada y agotada de un último largo, solo para encontrarme en último lugar. La alegría que una vez conocí en el agua, se había apagado.

Fue esta experiencia en el equipo de natación de la secundaria la que me atormentó durante décadas, cuando mi esposo y yo decidimos poner una piscina en nuestro patio para nuestros tres hijos. Rara vez me unía a mi familia en el agua. Pero de vez en cuando, sus gritos y salpicaduras me saludaban con amor en la cocina y despertaban viejos recuerdos de aquellos años de sirena.

Una tarde, alentada por mi esposo, me puse el traje de baño e intenté mi antiguo salto de espalda en nuestra piscina. Michael me animaba desde un flotador mientras yo levantaba poco a poco los brazos y creaba una larga curva con mi cuerpo, arqueándome desde el suelo hasta el cielo y el agua. Con esa sola zambullida, vi que sigo siendo la chica con un truco maravilloso, y que ella sigue siendo yo. No solo experimenté gozo en ese solo chapuzón, sino que percibí que mi vida era una fuente de alegría para Dios.

No sé si intentaré más inmersiones de espalda este verano. Tal vez sea suficiente saber que puedo reencontrarme con las partes gloriosas de mí misma que se habían perdido ante las duras realidades de la vida. Cuando pienso en mi yo sirena, no puedo evitar sonreír. Esta recuperación me recuerda que hay más cosas buenas para recuperar de mi yo más joven. Sigo siendo esa chica, y ella me encanta.

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