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¿Una vida sin disciplina?

No se preocupe, Dios siempre termina lo que comienza.

Fil Anderson 13 de febrero de 2023

Después de 50 años de tratar de seguir al Señor Jesús, siento que no estoy ni cerca de convertirme en la persona que pensé que sería a estas alturas. Cuando era más joven, asumí que mis fracasos e inconsistencias se debían a mi juventud. Creía que cuando fuera mayor, habría aprendido lo que necesitaba saber y dominaría el arte de la vida cristiana.

Ahora soy mayor —mucho mayor— y los secretos siguen siendo secretos para mí.

Ilustración por Adam Cruft

Gracias a Dios, el Señor Jesús responde al deseo más que al comportamiento. Él respondió a las personas que lo interrumpieron, le gritaron, lo tocaron, le dijeron obscenidades, irrumpieron donde Él estaba y a quienes cayeron a través de un techo para llevarle a un amigo. El Señor Jesús se preocupa a fondo por nuestros anhelos. Basta con mirar la gentileza y la preocupación que demuestra una y otra vez en los Evangelios, al dar la bienvenida a las personas que quieren algo más. Eso no quiere decir que el Señor sea una especie de máquina expendedora cósmica. Sin embargo, Él responde a las personas desesperadas, permitiendo que el deseo de ellas lo relacionen con su sentido de necesidad. Las súplicas al Salvador pidiendo ayuda de cualquier tipo lo involucran a Él a nivel del alma. Ya sean ansiedades y anhelos equivocados, egoístas y destructivos o sinceros, son puertas abiertas a la conexión relacional.

¿Quién es un discípulo?

Un discípulo es alguien que ama a Alguien en particular, ese Alguien que quiere más que una relación personal estrecha con nosotros. El amor desenfrenado, incontenible y apasionado de Dios nos atrae con claridad hacia una fusión simbiótica, a una unidad tan sustantiva que, una vez que despertamos a ella, nos damos cuenta de que “ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2.20 LBLA). A pesar de la innegable dificultad o complejidad involucradas, el deseo de nuestro corazón por la vida que Dios concibió para nosotros nunca se satisfará hasta que trascienda todas nuestras preguntas, inseguridades y preocupaciones palpitantes que acompañan la decisión de ser un discípulo.

Cuando mi esposa y yo nos casamos, para ser sincero, yo tenía muchas preguntas fundamentales sin respuesta: ¿Podemos darnos el lujo de casarnos? ¿Somos lo bastante maduros? ¿Nos arrepentiremos de la decisión? No obstante, mi anhelo de experimentar una vida de unidad con ella superó todas mis preocupaciones. Seguir al Señor Jesús en una vida de unidad es así, pero a una escala mucho más grande, porque es una escala eterna. Nuestro destino, seguridad, supervivencia o condición futura no son la cuestión principal. El enfoque, la meta y la recompensa radican no solo en seguir, sino en seguir al Señor Jesús. Por lo tanto, la esencia de lo que significa ser un discípulo es la misma que el punto de partida, que es tan solo vivir en la realidad de nuestra unidad con Dios.

El deseo de nuestro corazón por la vida que Dios concibió para nosotros nunca se satisfará hasta que trascienda todas nuestras preguntas, inseguridades y preocupaciones palpitantes que acompañan la decisión de ser un discípulo. 

Después de tres años de vivir juntos, los aprendices del Señor Jesús debieron haber encontrado en su partida un enorme ajuste: eso los obligó a aprender nuevas formas de hacerle compañía y dejarlo vivir a Él en todas las dimensiones de sus vidas. El objetivo de ellos era la transformación continua de su núcleo espiritual: el lugar del pensamiento y el sentimiento, de la voluntad y el carácter. Desde entonces, para los cristianos ha existido un vínculo vital entre el deseo de una vida real, de estar en compañía de Jesucristo que vive en su interior, y la devoción a disciplinas espirituales.

¿Qué es una disciplina espiritual?

El día en el que usted y yo aceptamos la invitación del Señor Jesús de seguirle, nuestro corazón se convirtió en su morada. Porque esto es cierto, ser un discípulo se trata menos de “intentarlo” y más de “entrenarse” a medida que nos acomodamos a la realidad de Dios que vive dentro de nosotros. Por lo tanto, el objetivo de practicar disciplinas espirituales no es esforzarse por algo que todavía no tenemos, sino disfrutar de lo que ya se nos ha dado.

De ser así, entonces en lugar de esforzarnos por acercarnos a Dios o ganarnos su aprobación y afecto, somos libres de disfrutarlos. Esto nos ayuda a comprender que nuestras prácticas espirituales, es decir, los hábitos y las rutinas que involucran la oración, el estudio de la Biblia, el servicio y la comunidad que incorporamos a nuestras vidas, son como puntos en un mapa, que conducen a un tesoro de valor incalculable. Pero  es fundamental darse cuenta de que no son el tesoro en sí. Las prácticas espirituales existen para crear espacio en nuestra vida y abrirnos a Dios. Nunca son la razón de ser y el fin del discipulado. En última instancia, seguir a Cristo consiste en cultivar una amorosa confianza y obediencia al Dios que está dentro de nosotros y más allá de nuestros mejores esfuerzos.

Ser un discípulo se trata menos de “intentarlo” y más de “entrenarse” a medida que nos acomodamos a la realidad de Dios que vive dentro de nosotros. 

Por lo tanto, practicar varias disciplinas espirituales es como “relajarse en el sol”. Hay “trabajo” que debemos hacer, pero ese “trabajo” consiste sobre todo en posicionarnos para que Dios pueda hacer lo que Él hace de manera natural: transformarnos a la imagen de su Hijo. Es por eso que algunos hablan de las disciplinas como “el camino de la gracia disciplinada”. La oración, la lectura de la Sagrada Escritura, la soledad, el silencio, son gracias porque se nos dan de manera gratuita. Sin embargo, son disciplinas porque hay algo que debemos hacer. Y ese algo tiene más que ver con el posicionamiento que con el esfuerzo; más que ver con la conformidad con el modo de vivir del Señor Jesús, que con nuestras quejas y dificultades para llegar a ser como Él.

La vida que Dios diseñó de manera única para nosotros y que anhelan nuestros corazones, no puede lograrse con nuestros propios esfuerzos, por muy disciplinados que seamos. Por el contrario, solo se consigue mediante unas pocas preposiciones: con, en y por, lo que Eugene Peterson llama “participación preposicional”. Podemos confiar en que Dios está con nosotros siempre (Mateo 1.23); el Señor Jesús habita en nosotros (Gálatas 2.20); Dios es por nosotros (Romanos 8.31). Con, en y por. Estas son las palabras de autoridad que conectan, capacitan y forjan la unión que nos pone en el camino que Dios diseñó que siguiéramos. Son en esencia las formas y los medios de participar en lo que Dios está haciendo. 

Aunque pasé años reconociendo la idea de que Dios “obra en [nosotros] (Filipenses 2.13 LBLA), mi vida estaba consumida por completo en vencer mis debilidades, deshacerme de mis problemas emocionales y alcanzar la intimidad con Dios por pura determinación. No me daba cuenta de que la realidad de que mi desesperada lucha por ganar su favor y mi empeño en enmendarme a mí mismo eran, de hecho, un enorme insulto para Él.

Uno de los mayores descubrimientos de mi vida es la misteriosa y liberadora realidad de mi unidad con Dios, que me ama de manera incondicional tal como soy. Lejos de ser perfecto estoy, no obstante, deslumbrado por la disminución de mis inquietos esfuerzos por ganar la aprobación de Dios y acercarme a Él. En lugar de ello, mi vida está siendo renovada de forma radical, de adentro hacia fuera, por Aquel que vive dentro.

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