En la cocina hay un tarro lleno de galletas, y Carlitos, de 6 años, está decidido a tomar una. Cuando su madre entra, lo encuentra, con un brazo todavía en el tarro, masticando con rapidez. Lo primero que él dice es: “Lo lamento”. Es obvio que lamenta que lo hayan pillado, y no está contento con el castigo que pudiera recibir, pero quizás no esté arrepentido de haberse comido las galletas.
Los creyentes a veces enfocamos la confesión y el arrepentimiento de la misma manera. El dolor suele acompañar la admisión de culpa, y los sentimientos de vergüenza y remordimiento son etiquetados como arrepentimiento. Sin embargo, con frecuencia nuestro arrepentimiento es superficial. Estamos tristes por las consecuencias de nuestros actos y disgustados por no haber estado a la altura de nuestros propios estándares de buen comportamiento. Pero el arrepentimiento genuino va más allá del autorreproche; implica un sentimiento de dolor por haber agraviado a Dios al pecar contra Él.
Nuestro anhelo debe ser agradar a nuestro Padre celestial, no contristarlo. Por eso, el verdadero arrepentimiento nos lleva a dejar el pecado y a practicar la obediencia. Cuando nos humillamos y nos arrepentimos de verdad, el Espíritu Santo derrama su poder y su fuerza en nosotros para que vivamos apartados del pecado y en obediencia a nuestro Señor.
Biblia en un año: Josué 4-6