De todo lo que Dios creó, una cosa no contó con su aprobación. Con respecto a Adán, dijo: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2.18). El Creador diseñó a las personas para que tuvieran cercanía emocional, mental y física, para que compartieran su ser más profundo con los demás.
El Señor Jesucristo enseñó a sus discípulos que debían amarse unos a otros como Él los había amado (Jn 15.12). En una amistad que honra a Dios, dos personas se edifican el uno al otro y se estimulan a ser más como Cristo. No obstante, muchas personas no tienen relaciones que alimenten su fe (Pr 27.17). En cambio, se conforman con las conversaciones triviales de los conocidos ocasionales, sobre cosas como el tiempo o las noticias del mundo.
Pero las mejores relaciones no rehúyen las conversaciones delicadas. Las amistades fructíferas pueden comenzar cuando los hermanos en la fe arriesgan su orgullo y conveniencia para hablar de su vida en Cristo o cualquier asunto destinado a motivarse unos a otros en santidad. Cuando hay confianza y humildad, dos personas pueden confesar su pecado, reprender con amor y compartir las cargas.
Al compartir nuestras batallas con los hermanos en Cristo, aprenderemos a ser más sinceros con Dios.
Biblia en un año: Isaías 4-7