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Padre, ¿perdónalos?

Cuando los amigos se convierten en enemigos enmascarados

Michelle Van Loon 1 de enero de 2018

Cuando tenía casi cuarenta años de edad, descubrí que tenía enemigos. Me dejó desconcertada darme cuenta de que eran algunas de las personas con las que había asistido a la iglesia durante varios años. No, no usaban disfraces como los villanos en las películas de superhéroes, ni eran mocosas malcriadas como las chicas populares y antipáticas de mi escuela secundaria. Mis enemigos eran tan conocidos para mí, como los miembros de mi extensa familia.

De hecho, fue la atmósfera familiar lo que atrajo a nuestra familia a esa pequeña iglesia poco después de trasladarnos a un nuevo estado. Disfrutábamos del culto dominical, y apreciábamos la oportunidad de socializar en la semana con los hermanos de la congregación mediante estudios bíblicos en grupos pequeños, y también en cenas informales y picnics.

Apreciaba la cultura de cuidado mutuo que existía en la iglesia. Por ejemplo, la vez que llamé a un amigo de la congregación para decirle que mi padre había fallecido esa mañana, en menos de una hora se aparecieron otros amigos de la iglesia para traernos comida preparada, ofrecernos ayuda para el cuidado de los niños, y asegurarse de que tuviéramos suficiente dinero para que pudiéramos asistir al funeral en otro estado.

Un par de años después de que llegamos a la iglesia, mi esposo Bill fue invitado a servir como anciano. Pero cuando se unió al equipo de liderazgo, descubrió que las cosas no eran tan cordiales y armoniosas como parecían. Uno de los ancianos, Jack, había estado defendiendo una teología errada sobre la persona y la obra de Jesucristo, que lo tenía en conflicto con los otros líderes. Aunque Jack se comprometió a no divulgar sus ideas con otros miembros de la congregación mientras los líderes discutían su perspectiva, estos se enteraron de que Jack las estaba diseminando entre su grupo de seguidores. En el momento en que Bill se unió a la junta de ancianos, Jack se sentía incentivado por el hecho de que estaba convenciendo a algunos en la congregación de sus creencias. Jack había comenzado a hacer alusión a sus ideas poco ortodoxas cuando lo llamaban a predicar de vez en cuando los domingos.

En este ambiente florecieron las semillas de división. Como Bill era nuevo en la junta de ancianos, Jack y sus seguidores pronto comenzaron a utilizarlo como chivo expiatorio por los problemas que estaban surgiendo en la iglesia. Bill había hecho a Jack y a los otros ancianos algunas preguntas francas sobre la teología de Jack durante un par de reuniones, y, como respuesta, comenzaron a circular rumores sobre Bill: que era un buscapleitos, que vino a dividir la iglesia. Algunas mujeres dejaron de hablarme a menos que tuvieran que hacerlo. Nuestros hijos ya no eran invitados a las actividades planificadas por quienes formaban parte de la camarilla de Jack.

La confianza entre los miembros de la congregación se estaba erosionando, y las personas estaban evaluando las palabras de unos y otros al igual que sus lealtades para poder determinar de qué “lado” estaban.

La confianza entre los miembros de la congregación se estaba erosionando, y las personas estaban evaluando las palabras de unos y otros al igual que sus lealtades para poder determinar de qué “lado” estaban. Sabíamos que por cada chisme que nos llegaba sobre Bill y los otros líderes que se oponían a Jack, había diez más circulando que no llegaban a nuestros oídos.

Había también rumores de que Jack y sus seguidores estaban pensando en abandonar la iglesia. Bill y los otros líderes dedicaron semanas para ir a los hogares de cada familia de la iglesia para ver si podían aclarar las cosas y restablecer la hermandad. La extraña respuesta de todos los que se habían aliado con Jack era esta: “Todo está bien. No tenemos nada que decir”.

Luego, un horrendo domingo, no se presentó a los servicios alrededor de la tercera parte de las 125 personas de nuestra congregación. Jack informó más tarde que su grupo había decidido no regresar. Dijo a los ancianos que su grupo planeaba reunirse en su casa por un tiempo, hasta que pudieran decidir cuál sería su próximo paso.

Quienes quedamos atrás estábamos devastados por las relaciones rotas. La congregación siguió mermando en los meses siguientes. Algunos, agobiados por el drama, se marcharon en busca de estabilidad. Otros buscaron refugio en una congregación más grande que tenía programas infantiles en funcionamiento. La repentina y rápida pérdida de quienes trabajaban en la guardería como maestros y estudiantes, había dañado nuestro ministerio con los niños. Otros decidieron unirse a Jack y a su nueva iglesia. Después de dos años del intenso drama que llevó a la partida del grupo, y meses de profunda angustia y oración, Bill y los líderes restantes anunciaron con corazones destrozados que la iglesia cerraría sus puertas.

Como consecuencia de estos hechos, pasamos mucho, mucho tiempo ocupándonos de la tristeza y de la confusión que cada miembro de nuestra familia sentía por lo que había sucedido. ¿Podíamos haber manejado las cosas de manera diferente? Durante este período, el Espíritu Santo me persuadió por su gracia de mi parte en el pecado que había dividido a la iglesia. No había sido del todo inocente de los chismes cuando la iglesia estaba llegando a su punto de ruptura, hablando a veces con dureza sobre Jack y de sus seguidores a personas que pensaba que eran nuestros aliados. Admitir mi pecado y confesarlo me ayudó a reconocer mi tendencia a dañar mi relación con los demás y con Dios. Había pecadores como yo en ambos lados del intrincado conflicto.

Irónicamente, fue esta confesión lo que me ayudó a darme cuenta de que quienes se marcharon no solo eran amigos distanciados, sino que, en realidad, habían estado actuando como enemigos de nuestra familia. Hacía tiempo que había leído las palabras del Señor Jesús, las que se refieren a poner la otra mejilla, hacer un esfuerzo, y bendecir a quienes nos persiguen, como referencia a quienes estaban fuera de su comunidad de seguidores. (Vea Mateo 5.38-48.) Sin duda, otra persona que afirmara amar a Cristo como yo, ¡jamás podría ser mi enemiga!

Sin embargo, Jesucristo nunca hizo esa distinción al hablar de los enemigos. Incluso reconoció a Judas, el traidor, como uno de sus amigos más cercanos. Una luz se encendió en mi alma durante mi lectura de la Biblia: Aunque el Señor ofreció en Mateo 18.5-18 una modelo para la solución de conflictos con un hermano o una hermana, no ofreció la promesa de que el conflicto se resolvería con un final feliz. Su última oración por sus discípulos, que hizo poco antes de que su cercano amigo Judas lo entregara a las autoridades, fue que sus seguidores se mantuvieran unidos (vea Juan 17). Jesucristo sabía cuán propensos somos a enemistarnos unos de otros, y de lo hábiles que somos para justificar nuestros impulsos de autoprotección para demonizar a nuestros adversarios y buscar excusas para las divisiones.

Mientras me ocupaba del difícil proceso de perdonar a quienes se habían marchado, confié en la orientación del Señor Jesús sobre cómo manejar la traición de líderes religiosos y de amigos por igual. Unas de las palabras más grandiosas de las últimas horas de la vida de Cristo, adquirieron un nuevo significado para mí mientras buscaba encontrar un camino para avanzar en mi fe: “Padre, perdónalos; porque no saben lo que hacen” (Lucas 23.34).

 

Mientras sufría y moría, Jesucristo intercedía desde la cruz tanto por sus acusadores como por sus amigos. Esto incluía a personas como Pedro, que había actuado como su enemigo. Cuando Cristo pronunció esas penetrantes palabras con unos de sus últimos alientos, su ruego abarcó a todos: desde los pocos atemorizados seguidores que presenciaban los horrores de su ejecución, hasta los que hundieron los clavos en sus muñecas y sus pies, y a quienes lo habían declarado culpable. Él estaba intercediendo por usted. Y por mí. Y estaba orando por Jack y todos aquellos del grupo que se había separado.

A lo largo del conflicto en la iglesia, y durante mucho tiempo después, estaba convencida de que Jack y su grupo sabían justo lo que estaban haciendo a cada persona del grupo que se quedaría, cuando optaron por la equivocación y la división. Pero, ¿cómo pudieron hacer eso? Aunque habían actuado como enemigos, no podían saber cómo nos herirían sus palabras y sus acciones. Llegué a darme cuenta de que estaban actuando por sus propias necesidades y temores, tanto buenos como malos, mezclados como el trigo nutritivo y la cizaña, que crecían juntos en el mismo campo. Y, muchas veces, lo mismo puede decirse de mí.

Muchos meses después de que la iglesia cerró sus puertas, una de las parejas clave del grupo que se marchó, nos llamó para pedir perdón por la forma en que habían chismeado sobre Bill. Aunque los cuatro reconocíamos que aún había profundas divisiones doctrinales, y que era imposible volver a la relación que antes teníamos, terminamos la conversación con cierto grado de reconciliación. Mientras les hablábamos un poco del proceso que experimentamos en nuestra familia para recuperarse de lo que había sucedido en la iglesia, hubo un momento revelador cuando dijeron con sincera sorpresa: “No teníamos idea de que esto les afectaría tanto”.

Pero yo sabía que el Señor Jesús si lo sabía. Confiar en Aquel que oró por cada uno de nosotros desde la cruz nos dio el poder para perdonar, agradecidos por la certeza de que terminamos la conversación con dos enemigos menos en nuestras vidas.

Ilustraciones por Paul Blow

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