El deseo de alabar está arraigado en el espíritu humano: es un impulso que no podemos ignorar. Y, como cristianos, estamos llamados a dirigir esa tendencia a Aquel que nos creó. El apóstol Pedro lo dice así: “Ustedes son descendencia escogida, sacerdocio regio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 P 2.9 NVI).
Es una hermosa verdad el hecho de que somos el pueblo de Dios: creado, elegido y llamado por Él para tener una vida de alabanza, tanto por nosotros mismos como con otros creyentes. En el Salmo 34 (NVI), David dice: “Bendeciré al Señor en todo tiempo; lo alabarán siempre mis labios” (Sal 34.1). Sin embargo, no se contenta con hacerlo en solitario. Exhorta a otros creyentes a unirse a él: “Engrandezcan al Señor conmigo; exaltemos a una su nombre” (Sal 34.3).
Entonces, alabemos al Señor en la iglesia el domingo por la mañana y en nuestros hogares al atardecer; al comenzar la jornada laboral y cada noche al acostarnos. Recordemos también alabarlo no solo por lo que ha hecho, sino también por la excelencia de su carácter. ¡Dios es verdaderamente digno de nuestra adoración!
Biblia en un año: Hechos 23-24