Al final de su carta a los colosenses, el apóstol Pablo destacó algunos aspectos esenciales de la vida cristiana: la devoción a la oración, una actitud de agradecimiento y el trato sabio con los incrédulos. Y nuestras palabras siempre deben ser un reflejo de nuestro Salvador.
Pablo entendía el poder de hablar con misericordia. Eso no solo agrada a Dios, sino que también beneficia a quienes escuchan. En contraste, Santiago describe el daño que puede causar una lengua fuera de control. La comparó con las chispas que incendian un bosque o con que la maldad impetuosa puede envenenar (Stg 3.5, 8). Lamentablemente, vemos esta verdad en las redes sociales, los lugares de trabajo, las familias e incluso las iglesias.
¿Qué retrato de Cristo muestran sus palabras para los demás? ¿Su conversación es sazonada con gracia, o habla sin pensar y con dureza? ¿Es rápido para criticar y juzgar a los demás, o habla con compasión a quienes están atrapados en el pecado?
Como representantes de Jesucristo, debemos aprender a hablar con su gracia. Lo logramos al cultivar humildad y demostrar cortesía y amabilidad hacia quienes no tienen a Cristo, ofreciéndoles al mismo tiempo el evangelio, que puede liberarles del pecado y del infierno.
Biblia en un año: Mateo 8-10