Cuando Cristo les dijo a sus discípulos que se iba, prometió regresar y llevarlos a la casa de su Padre, donde les había preparado un lugar. Esto confirma que el cielo es un lugar real, no una nube etérea en la que tocamos arpas.
Tendemos a pensar que todo lo celestial es menos tangible que las cosas en la Tierra, pero las Sagradas Escrituras afirman lo contrario. Hebreos 11.10 nos dice que por la fe, Abraham “esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”. Y Apocalipsis 21.10-27 describe esta ciudad, llamada la Nueva Jerusalén, con gran detalle. A diferencia de la Tierra, el reino de los cielos no puede ser sacudido (He 12.27, 28). Existe para siempre, y estaremos adorando y sirviendo al Señor allí.
Como cristianos, sabemos que nuestra ciudadanía está en el cielo. Al morir, nuestro espíritu irá allí de inmediato (2 Co 5.8), a la presencia del Señor, esperando el cuerpo inmortal que nos será dado al regreso de Cristo. Ese nuevo cuerpo estará libre de tentaciones, pruebas, angustias, dolor y muerte, que hacen que la vida terrenal sea tan agotadora. Habrá descanso, no de la actividad y del trabajo satisfactorio, sino de las consecuencias del pecado que nos aquejan aquí. Creo que el gozo que experimentaremos cuando veamos a nuestro Salvador cara a cara, está más allá de nuestra imaginación.
Biblia en un año: 2 Crónicas 24-25