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Cuando perdí (y encontré) la buena vida

El divorcio me puso en modo de supervivencia, pero felizmente Dios no se contentó con dejarme ahí.

Matt Woodley 29 de marzo de 2024

El escritor Pat Conroy afirmó una vez: “Cada divorcio es la muerte de una pequeña civilización”. Si es cierto, entonces mi pequeña civilización murió en enero de 2011. Recibí un documento legal que declaraba que mi matrimonio de 25 años había terminado de manera oficial. Este artículo no se trata de la historia de mi matrimonio y divorcio. Eso involucra demasiadas historias de otras personas. En cambio, se trata de la historia de cómo Dios, por su sorprendente y poderosa gracia, me sanó, renovó y restauró de maneras que nunca podría haber imaginado.

 

Ilustraciones por Patrick Leger

Hace doce años, no esperaba nada bueno del Señor. Mi vida después del divorcio se sentía rota y sombría. Renuncié a mi trabajo como pastor, un rol que había desempeñado durante más de veintidós años en tres iglesias diferentes. Sin nuevas estrategias profesionales, comencé, a trabajar en una charcutería de Long Island y en un hogar para adultos con discapacidades de desarrollo. Mi sueño de la “buena vida” se había hecho añicos. Me sentía un fracasado moral y espiritual, y en términos de superación personal, no tenía un plan ni una oración (de manera literal, porque había dejado de hablar con Dios).

Después de que al fin conseguí un trabajo en publicaciones y me mudé a Chicago, me concentré en algunos objetivos de bajo nivel basados en la supervivencia: No ser lastimado de nuevo, nunca volver a soñar, nunca volver a ser pastor y, tal vez, abandonar la iglesia por completo. C. S. Lewis dijo una vez: “Amar, de cualquier manera, es ser vulnerable. Basta con que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza, y posiblemente se rompa”. , pensé en ese momento, ¡Lewis tenía razón! Así que, de acuerdo, me callaré, me mantendré bajo perfil y evitaré el dolor, el fracaso y lo que Lewis llamó “compromiso”, como volver a acercarme a la gente.

Por lo visto, Dios tenía otros planes. Ya sabe, esos versículos bíblicos “cliché” sobre cómo Dios hace que todo sea para bien y que tiene planes para prosperarnos, y todo eso. Yo no los creía, pero aun así Dios hizo justo eso.

El proceso de sanación comenzó donde menos lo esperaba: durante el culto del domingo por la mañana, lo cual era extraño porque la mayoría de los domingos no quería estar allí. Durante veintidós años, tuve que estar allí, pero ahora podía quedarme en casa, tomar un café francés tostado y leer el New York Times como todos mis sofisticados amigos incrédulos de Long Island. Sin embargo, por alguna razón, seguía arrastrándome a los servicios religiosos del domingo por la mañana solo para aparecerme y mirar. 

Para mi sorpresa, la liturgia semanal no solo me atraía, sino que también me llevaba de viaje. Cada domingo, recitando las mismas oraciones con el mismo conjunto de acciones dramáticas y formas encarnadas de orar, me llevaba a nuevas perspectivas con nuevas visiones de la belleza y el plan del Dios trino para redimir el mundo.

Cuando era niño, mi familia hacía viajes de verano por un río en cámaras de aire. Yo solo tenía que entrar al agua, sentarme en el tubo y dejarme llevar, abandonándome a la corriente del río, que me llevaba a alguna parte. No iba rápido. Viajaba más rápido cuando pataleaba —no hay nada malo en eso—, pero solo necesitaba la fe suficiente para meterme en el río, y este podía hacer el resto. La liturgia se convirtió en mi río lleno del Señor Jesús y en el que fluía el Espíritu.

Ciertas partes de nuestra liturgia todavía me afectan mucho. Al final de la oración antes de la Cena del Señor, el pastor levanta un gran trozo de pan, lo parte en dos, y exclama: “¡Cristo, nuestra Pascua es sacrificada por nosotros!” La gente responde con fuerza: “Por tanto, celebremos la fiesta. ¡Aleluya!”. Luego el pastor levanta el pan y el vino y dice: “Los dones de Dios para el pueblo de Dios. Tómenlos en recordación de que Cristo murió por ustedes, y aliméntense de Él en sus corazones, con acción de gracias”. En mis momentos libres de cinismo, decía a mis amigos: “Me aparecía solo para escuchar y ver eso”. Saber que el Señor Jesús, el Hijo de Dios sin pecado, se rompió por mí y por mi pecado, y que, semana tras semana, se ofrecía para alimentar mi alma, fue suficiente para empezar a recuperarme.

También estaba el aspecto comunitario de la obra sanadora del Señor Jesús en mi vida. Me uní a un grupo pequeño de hombres, la primera vez en más de veinte años que pertenecía a un grupo pequeño de la iglesia que yo no estuviera liderando. Nunca olvidaré esa primera noche. Llegué treinta minutos tarde porque tuve que cambiar un neumático pinchado bajo la lluvia otoñal. Con mis zapatos y el abrigo empapados, tenía un aspecto patético, pero a los otros hombres no les importaba. Me abrazaron de la misma manera que el padre besó al hijo pródigo. No compartíamos títulos ni vocaciones. Hablábamos, escuchábamos, orábamos unos con otros y unos por otros. Me estaba dando un banquete de gracia.

Había estado tan ocupado haciendo cosas para el Señor Jesús, o eso pensaba yo, que había olvidado cómo estar con Él. Pero ahora estaba revisando el comienzo de mi caminar con Cristo. Uno de los hombres, sin duda un nuevo creyente en el Señor Jesús, comenzó a entusiasmarse con una canción que había aprendido hacía poco tiempo. Nos dijo: “La he escrito toda en este pedazo de papel”, que desdobló con cuidado y nos leyó: “Sublime gracia del Señor, que a un infeliz salvó, fui ciego mas hoy veo yo, perdido y Él me halló…”

Pensé: ¿Es esa tu “nueva canción”? Yo había escuchado ese viejo himno cientos de veces en decenas de escenarios, y este hombre pensaba que era una novedad. En ese momento, la letra y la melodía me aburrían, pero él estaba cautivado. De repente, la gracia de Dios tuvo un efecto profundo sobre la dureza de mi corazón. No podría haberme sentido más débil o abatido, pero por primera vez en años, Dios me inundó con la realidad y el poder de su gracia. Todo era obra de Dios, el Dios que justifica a los impíos, Aquel por cuya gracia soy aceptado tal como soy, mientras Él obra a través de estos compañeros quebrantados, mis nuevos maestros (Romanos 4.6; 1 Corintios 15.10).

Luego conocí a otro grupo de compañeros que estaban luchando con dificultades, que también se convirtieron en mis maestros para encontrar la fe de nuevo: un grupo de refugiados de 12 años de edad que vivían en antiestéticas viviendas del gobierno escondidas detrás de unos agradables centros comerciales cerca de mi elegante suburbio en Chicago. Alguien tuvo la ridícula idea de pedirme que entrenara a esos niños en la liga local de fútbol recreativo. La mayoría de ellos nunca habían jugado; y yo nunca había entrenado. Aun así, fantaseaba con la idea de que ganaríamos la liga recreativa y que alguien haría una película de todo eso: Milagro en el campo o algo así. 

En vez de eso, perdimos todos los partidos por márgenes asombrosos. Los padres de los niños nunca vieron los partidos porque estaban trabajando. Nuestra rutina antes de los partidos consistía en correr para reemplazar el zapato, los calcetines o la canillera que le faltara a alguien. “¿Cómo es que solo trajiste una canillera para el tercer partido consecutivo?”. Dos hermanos sudaneses, Sunday, y su hermano menor, Monday, tenían una velocidad impresionante, pero carecían de control del balón. Un chico, Danny, un inmigrante recién llegado de México, tenía habilidades futbolísticas. Las tres niñas birmanas nunca habían participado en sus vidas en un deporte que siguiera reglas y estructuras establecidas. Patear el balón las aterrorizaba, y mis efusivos ánimos desde la línea de banda: “bien hecho, la mejor patada de la historia, te mereces una medalla” provocaban fuertes súplicas con lágrimas desde el centro del campo, como: “¡Señor Matt, Señor Matt, deje de gritarme!”.

Luego, la temporada siguiente, mejoramos. Colocamos a las sorprendentes valientes birmanas para formar una línea defensiva casi impenetrable. Sunday y Monday aprendieron a utilizar su velocidad para crear oportunidades de gol. Danny jugó a un nivel nuevo por completo. Aún no habíamos ganado ningún partido, pero nadie nos aplastó, y tuvimos tres empates.

Admiraba la tenacidad y determinación de los jugadores, su voluntad de comenzar desde la nada, y desde ningún lugar y no rendirse. A pesar de las lágrimas, los fracasos y las épicas derrotas, siguieron aprendiendo y creciendo. Recordé una cita del escritor Thomas Merton: “No queremos ser principiantes. Pero debemos estar convencidos de que nunca seremos otra cosa más que principiantes, ¡toda nuestra vida!”. Si estos niños podían reclamar con alegría la condición de principiantes en el fútbol, tal vez yo podría volver (o avanzar) a la condición de principiante en mi caminar con el Señor Jesús.

En su tierno libro The Power of the Powerless (El poder de los débiles), Christopher De Vinck, describe lo que aprendió de su hermano Oliver, un chico con profundas discapacidades físicas y mentales. “Oliver respiraba el mismo aire nocturno que nosotros, escuchaba el mismo viento, y lentamente, sin que lo supiéramos, Oliver creó un cierto poder a nuestro alrededor que cambió todas nuestras vidas. No puedo explicar la influencia de Oliver, excepto para decir que los débiles de nuestro mundo tienen un gran poder. Los débiles confunden a los poderosos”. Dios utilizó a este heterogéneo equipo para que se convirtieran en mis maestros y predicadores en el camino de ser más como el Señor Jesús.

Así que, el sorprendente plan de Dios de reconstruir y restaurar mi vida comenzó cuando parecía que todo había llegado a su fin. Y hace siete años hice algo que nunca creí posible: Volví a ser pastor a tiempo completo, supervisando nuestros ministerios locales para los pobres y marginados, y a nuestros socios globales que trabajan entre grupos de personas no alcanzadas. No puedo imaginarme un mejor papel con un mejor equipo de personas. Mi comprensión de lo que significa la “buena vida” ha cambiado para mejor y, gracias a Dios, yo también.

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