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De no ser por la aflicción

No encontraremos el gozo evitando el dolor, sino aceptándolo.

Fil Anderson 1 de abril de 2017

La vida puede ser difícil —incluso cruel. Sin el menor aviso, podemos ser tomados por sorpresa por la aflicción. Y la fe en Dios no le concede a nadie “inmunidad de las crisis”. Un amigo me llama y me pregunta si podemos reunirnos. A veces, la razón de tal llamada es una buena noticia: le dieron un ascenso importante en su empresa; un bebé está en camino; un hijo rebelde ha vuelto al buen camino; o los exámenes médicos resultaron negativos. Sin embargo, en la mayoría de los casos, la gente llama para buscar esperanza, consuelo o guía, por la carga abrumadora que hay en su vida.

Hubo un tiempo en el que la fuerza impulsora de mi presuroso, inquieto, delirante y frenético ritmo de vida, era el esfuerzo por encontrar placer y evitar la aflicción. La búsqueda de una vida feliz y libre de sufrimiento fue lo que me atrajo a Jesús en un primer momento. Después de todo, Él prometió: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10.10). Pero la vida que Jesús vino a dar es más grande de lo que podríamos esperar o imaginar —es Dios morando en nuestro corazón.

Un dolor necesario

La manera radical en que Jesús vivió fue una demostración de la verdad revolucionaria que Él enseñó: Que la vida no tiene que estar desprovista de aflicciones para rebosar de gozo. En realidad, el gozo, por lo general, se encuentra oculto en medio de la aflicción; ambos están inevitablemente entrelazados. La vida abundante encuentra, a menudo, su comienzo en la adversidad.

Jesús dice: "Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Juan 12.24, 25). Si las uvas y el trigo no son machacados, no puede haber vino ni pan. Si nuestra vida no es quebrantada, es imposible tener comunión íntima con Dios.

Las enseñanzas de Jesús sobre el gozo y la aflicción se convirtieron en una “remodelación extrema” para mí, lo cual requirió la dolorosa eliminación de mis ilusiones. Durante ese período, una de las personas más influyentes en mi vida me ayudó a comenzar a entender que el amor de Dios es tan grande que no nos permite vivir de ilusiones, no importa qué tan apegados estemos a ellas. Como solía decir mi amigo: “Es mejor vivir desnudo en la verdad, que vestido en la fantasía". Poco a poco, me vi experimentando la clase de gozo que surge cuando uno sabe que es amado incondicionalmente, y que nada que uno gane o pierda puede quitarnos lo que está arraigado profundamente en nuestro corazón.

Héroes modernos

Una noche, hace algún tiempo, un amigo y yo asistimos a un partido de baloncesto, y después no pudimos evitar notar a un grupo de personas, jóvenes y adultas, que clamaban por autógrafos de varios jugadores que estaban saliendo del estadio. Estos superhombres modernos eran profesionales de muy alto nivel, con fuerzas físicas, capacidades atléticas y grandes salarios; sin embargo, estaban muy por debajo de mis estándares para héroes.

Durante los días siguientes estuve meditando en esta pregunta: ¿Quiénes son mis héroes, y cuáles son mis criterios para considerarlos así? Me di cuenta de que mis héroes son aquellos cuya fe no los ha protegido de las crisis y de la aflicción demoledora. Son hombres y mujeres que saben que cualquier dios que garantice protección contra las luchas y las cargas, y que al mismo tiempo asegure la satisfacción de todos sus deseos, es un charlatán cuyos tratamientos sólo empeoran la enfermedad. Mientras que los héroes de verdad saben que tienen un Dios que les ama con tanta intensidad que no hay ninguna experiencia dolorosa donde Él no esté presente para abrazarles con su tierno y amoroso cuidado.

Si las uvas y el trigo no son machacados, no puede haber vino ni pan. Si nuestra vida no es quebrantada, es imposible tener comunión íntima con Dios.

Por ejemplo, allí está Dale, quien me dijo unas pocas semanas antes de morir: “Dios me ha dado una vida excelente, una vida que prefiero medir por su profundidad y su calidad, no por su duración. He tenido bastantes dificultades y desafíos, y parece que el último puede ser morir de una manera que nunca haga que mis hijos se pregunten si Dios es bueno y misericordioso”. Eso sí que es heroísmo.

Luego está Geran, quien describió lo que sucedió inmediatamente después que fue diagnosticado con ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica): “Me sentí dominado por el sentimiento de angustia más profundo que he experimentado”. Llorando, le pregunté al Señor: “¿Por qué?”. En cuestión de segundos tuve su respuesta: “Si otra enfermedad hubiera sido mejor para ti que ésta en que te encuentras ahora, mi amor te la habría dado”. Luego dijo Geran: “La respuesta a la pregunta ‘¿Por qué?’ fue evidente, no he vuelto a sentir el impulso de volver a preguntarle. Lo que no fue evidente de inmediato fue cómo me daría Dios la fuerza para perseverar a medida que mi enfermedad avanzaba”. Hasta el final, Geran se mantuvo confiado en su convicción de que, puesto que Dios tenía el control, su enfermedad no podría ser un accidente, un error o una equivocación. Por haber sido un entusiasta montañista, solía comparar su enfermedad con un ascenso difícil. Aunque reconocía que éste era “el más difícil hasta ahora”, su fe nunca vaciló en la convicción de que “la vista desde arriba será gloriosa, y hará que todo haya valido la pena”.

Tripp era un estudiante del primer año de la secundaria cuando desarrollamos una estrecha amistad. Mientras él estaba en la universidad, tuvo que hacer frente a la realidad de un futuro incierto cuando supo que tenía un tumor cerebral. Desde entonces, ha sido sometido a dos cirugías, a quimioterapias y a radiaciones. Más que cualquier otra persona que yo conozca, Tripp hace gala de la convicción de que las aflicciones son una señal, no de la ausencia de Dios, sino de su presencia. Casado, y con hijos hermosos, Tripp sirve como capellán de pacientes terminales en un hospicio. También es una de las personas más llenas de gozo que conozco, lo cual yo asocio con la profundidad de las dificultades que él ha experimentado.

 

Una navegación agitada

Una de mis historias bíblicas favoritas, es cuando Jesús dice a sus discípulos que era hora de dirigirse al otro lado del Mar de Galilea. Mientras navegaban en la noche, se desató una tormenta y la barca comenzó a hundirse. Para los experimentados marineros a bordo, la magnitud del problema era evidente. Aterrorizados hasta más no poder, despiertan a Jesús de su sueño profundo, y le hacen una pregunta que revela su pánico: “¿No tienes cuidado que perecemos?” (Marcos 4.38). Puedo imaginar con facilidad a Jesús respondiendo: “¿Todavía no han entendido? ¿No tienen claro que tengo el poder para calmar una tormenta, o para calmarlos a ustedes mientras ella ruge?”.

Esta historia demuestra la gran verdad de que no hay inmunidad frente a las dificultades de la vida, aun cuando nuestro amigo Jesús está muy cerca. De hecho, una relación con Él pudiera aumentar las probabilidades de acabar teniendo más dificultades.

Durante su tiempo en el ministerio, el apóstol Pablo aprendió algo acerca de lo mejor y lo peor de la vida. Entendió que el gozo y la aflicción están estrechamente entretejidos en nuestra vida por una razón. Pablo sabía que la aflicción tiene la capacidad de enseñarnos a vivir por fe, y reconoció que hay verdades que solo pueden descubrirse desde la importantísima perspectiva de las situaciones extremas. Incluso, llega a decir que sin luchas no tendríamos fe. La historia de su vida es prueba fidedigna de que, hasta que seamos capaces de enfrentar directamente las aflicciones más profundas y dolorosas —sin permitir que ellas distorsionen nuestro concepto del carácter perfecto de Dios— todavía no conocemos al Señor.

“Si otra enfermedad hubiera sido mejor para ti que ésta en que te encuentras ahora, mi amor te la habría dado”.

Pablo era un hombre que podía mirar la triste realidad de sus circunstancias, y ver todavía el rostro bondadoso y amoroso de Dios. Sin embargo, vivir en íntima comunión con el Padre no le daba un lugar acogedor en la vía fácil. Por el contrario, su vida estaba siempre amenazada. Pero, a pesar de las terribles circunstancias, Pablo se mantenía jubiloso.

Lecciones de vida

Hace algunos años, mi hijo Will llegó a casa después de estrellar su bicicleta. Una mirada rápida a su grave herida en la quijada fue todo lo que necesité para meterlo en el auto y correr al hospital más cercano. Nuestro médico de la familia llegó, y con mucho cuidado, empezó a darnos instrucciones a las enfermeras y a mí. Mi tarea era estar a los pies de Will y mirarlo. Nada más que eso. Nuestro médico dijo: “Will, pase lo que pase, no desvíes tu atención de tu padre”.

Will nunca dejó de mirarme, y sentí que buscaba algo en mis ojos que él necesitaba desesperadamente. ¿Era la seguridad de que iba a estar bien, de que sería capaz de soportar el dolor, o de que no iba a quedarse solo?

Y mientras él estaba ocupado mirándome, una enfermera sacó una inyectadora de novocaína coronada por una aguja de unos seis pulgadas de largo, y del espesor de la mina de un lápiz. Antes de que Will tuviera tiempo de reaccionar, ella inyectó el analgésico en la quijada de Will justo por encima de su barbilla, y otra enfermera comenzó a sacar pedacitos de barro y grava de la herida. Después comenzó la costura. Creo que manteneros enfocarnos mutuamente fue lo único que nos permitió superar esa dura prueba.

Hasta que seamos capaces de enfrentar directamente las aflicciones más profundas y dolorosas —sin permitir que ellas distorsionen nuestro concepto del carácter perfecto de Dios— todavía no conocemos al Señor.

Un amigo mío dijo una vez: “Mira, sé que no soy mucho, pero soy todo lo que pueda pensar”. Sé exactamente lo que eso significa. Yo, también, puedo fácilmente caer en la preocupación, y dejar que los problemas me abrumen y consuman. Sin embargo, puedo elegir cambiar mi enfoque y ocupar mi alma, no con mis aflicciones actuales, sino con el rostro de Jesús. Cuando hago de esto una ocupación regular y apasionada, mi alma se tranquiliza y se calma, y por tanto me vuelvo más capaz de reflejar al Dios que vive en mí.

Cuando descubrimos que Jesús está irremediablemente apasionado por nosotros, que nada de lo que podamos hacer haría que Él nos ame más, o que nos ame menos, es entonces cuando comprendemos que el amor de Jesús es la fuerza más arrolladora y prodigiosa del mundo. Es más fuerte que cada rechazo, que cada fracaso, que cada tragedia, que cada preocupación, y que cada sufrimiento. Y es la fuente de nuestro gozo más profundo, aun en la aflicción.

El gozo es la evidencia más segura de la presencia de Dios. Por eso es tan importante preservarlo —eso es lo que no quiere el maligno, que trata de robárnoslo, puesto que el gozo es nuestra señal más vital de conexión con Dios. Pero nunca debemos olvidar que la fuente de la cual sacamos nuestro gozo con frecuencia se llena de lágrimas. Suceden cosas terribles: caos, corazones rotos, fracasos, ansiedad y noticias horribles interrumpen nuestro sueño en medio de la noche. Podemos esperar aflicciones en esta vida, pero la desdicha es opcional.

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