Estaba de pie fuera de la cerca de hierro, contemplando el huerto de Getsemaní en Jerusalén. Fue allí, en medio de esos enmarañados olivos, donde el Señor Jesús se postró sobre su rostro y oró. Tenía por delante su misión, lo último y más difícil que haría: ser obediente hasta el punto de la muerte; nuestra maldición sobre sí mismo, para nuestro rescate.

Estábamos en Israel en un viaje de trabajo para Ministerios En Contacto. Yo dirigía un equipo formado por un fotógrafo independiente y un miembro más joven de mi equipo, que informaba sobre la obra de Cristo entre israelíes y palestinos. Parte de nuestra tarea en estos viajes es fotografiar lugares relacionados con la zona y proporcionar información actualizada. Aunque era muy temprano en Estados Unidos, el Getsemaní sería una excelente transmisión en vivo el domingo por la mañana en las redes sociales para nuestros colaboradores de En Contacto.
Fue allí, en medio de esos enmarañados olivos, donde el Señor Jesús se postró sobre su rostro y oró. Tenía por delante su misión, lo último y más difícil que haría.
Así que, metí el brazo entre los barrotes de la cerca, grabando la escena con mi teléfono celular. Aunque el huerto había estado pintorescamente encajonado dentro de una cerca de hierro lo imaginé, antes del desarrollo moderno, como un bosque más grande y primitivo, donde el Señor Jesús podía escabullirse para estar solo. Traté de considerar el peso de esta escena, con lo que significaba para mí y para toda la cristiandad, mientras movía poco a poco mi teléfono hacia la derecha.
En ese momento, una miembro de mi equipo deslizó su brazo a través de la siguiente serie de barrotes, con la mano abierta para tomar mi teléfono y continuar con la filmación. Concentrado como estaba en este momento sagrado, sentí su ayuda como una intrusión. Mi hombre interior se sintió agraviado. Ese era mi momento. No quería su ayuda, así que me encogí de hombros, fruncí el ceño y le hice un gesto de que se marchara, incluso mientras docenas de emojis de corazones revoloteaban por mi pantalla en señal de agradecimiento por el video.
Pero ¿por qué estaba frustrado? ¿Qué derecho tenía yo de rechazar su apoyo y de apropiarme de un momento destinado a recordar la humildad y el sacrificio de Cristo?
¿Qué derecho tenía yo de apropiarme de un momento destinado a recordar la humildad y el sacrificio de Cristo?
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Aunque ese momento de orgullo, egoísmo y poco espiritual ocurrió hace varios años, todavía soy muy capaz de comportarme así. No importa cuán sagrado sea el ambiente o el trabajo —el pecado mora en mí. El apóstol Pablo lo dijo de esta manera: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”. (Romanos 7.19).
Este episodio, y el reconocimiento de Pablo en cuanto a nuestra naturaleza, me hace preguntarme: ¿Cómo, entonces, podemos rendir gloria a Dios? Y más en concreto: Si soy tan rápido para pecar, ¿cómo puedo rendirle gloria a Él?
En su libro Cómo alcanzar su máximo potencial para Dios, el Dr. Stanley escribe:
El propósito final que usted tiene es rendir gloria [a Dios] por la manera en que vive. [Su] plan es que usted experimente un gran gozo y satisfacción a pesar de cualquier adversidad, prueba o dificultad que encuentre a lo largo del camino de la vida. Él le llama a perseverar en la búsqueda de su propósito para usted, y a crecer en su fe y su carácter cada día, y a través de cada acto de obediencia.
El propósito final que usted tiene es rendir gloria [a Dios] por la manera en que vive.
Como todo lo demás, se trata de las decisiones que tomamos cada día. Aunque somos muy afectados por el mundo, la carne y el diablo, sabemos que pertenecer a Cristo nos da el poder y la libertad para vencer. Como dice Pablo en los siguientes versículos: “No están obligados a hacer lo que su naturaleza pecaminosa los incita a hacer” (Romanos 8.12 NTV). En este camino de la fe, vamos a fallar, a caer, a fracasar y a desobedecer, pero la buena noticia en Cristo es que ya no estamos condenados, y que se nos ha dado poder en el Espíritu para agradar a Dios (Romanos 8.1-11).
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Solo tomó unos segundos para que mi experiencia en el Getsemaní fuera enlodada por mi orgullo. Y mi reacción poco sensible y egocéntrica sin duda había herido a mi amiga. Yo podría haberme dicho a mí mismo que era el jefe y que fue idea mía tomar el video, pero alabado sea Dios por el Espíritu que obra en mí. Salimos del huerto y caminamos en silencio por el Monte de los Olivos. Nuestro fotógrafo se sentó en un muro de piedra mientras que mi colega se sentó en un banco, en cuerpo presente, pero lejos en todos los sentidos.
Traemos gloria a Dios no siendo perfectos, sino invitando al Dios de la gloria a rescatarnos.
Yo quería dar gloria a Dios. Esta joven no solo era una compañera de equipo, sino también una amiga y, lo que es más importante, una portadora de la imagen de Dios. No verla de estas tres maneras y negarme a recibir su ayuda mientras estábamos juntos en la misión, comenzó a inquietarme. Sobre todo, teniendo en cuenta el lugar en el que nos encontrábamos y el trabajo que estábamos realizando. En ese momento pensé en la bondad de Dios, quien nos salvó y derramó tan ricamente su amor sobre nosotros por medio del Señor Jesús. Y recordé que traemos gloria a Dios no siendo perfectos, sino invitando al Dios de la gloria a rescatarnos. Si entregaba mi camino personal a su gloria —o mi competencia laboral, o lo que fuera en lo que estaba siendo territorial— y le ofrecía mi quebrantamiento, Él rompería las piezas ásperas y me moldearía a su semejanza. El carácter de Dios está unificado en cada acto de su hermosa, majestuosa y poderosa voluntad. Y así arruinados como estamos, Él nos invita a compartir esta gloria.
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Momentos antes de que Cristo entrara al huerto de Getsemaní para prepararse para su muerte, levantó los ojos al cielo y dijo en presencia de los discípulos: “La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17.22, 23).
Encontraremos nuestro mayor gozo y contentamiento, no en asegurar para nosotros mismos las mejores experiencias, el mayor placer, o los elogios que buscamos con tanta frecuencia, sino en ser menos.
Encontraremos nuestro mayor gozo y contentamiento, no en asegurar para nosotros mismos las mejores experiencias, el mayor placer, o los elogios que buscamos con tanta frecuencia, sino en ser menos. Cuando disminuimos, Cristo crece. Y cuando nos despojamos de nosotros mismos y nos acercamos a Él como niños pequeños, saboreamos la unidad por la que oró el Señor Jesús. Una unidad que nos aúna y refleja la unidad de Dios mismo.
Le confesé a mi amiga que, al dirigir nuestro equipo, me había asignado todas las mejores tareas. Era emocionante estar en Israel por primera vez, y los tres estábamos hambrientos de ver cómo las Sagradas Escrituras cobraban vida allí. Pero mis manos y mi corazón estaban aferrados a estas experiencias, y no estaba viviendo con la gozosa libertad y la unidad que el Señor Jesús había comprado para nosotros. Así que dejé que ella se encargara de la siguiente tarea, y vi cómo el dolor desaparecía de su rostro. En su lugar, surgió un brote de gozosa emoción, un regocijo que también llenó mi corazón.