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El gozo ya está aquí

Las promesas de Dios no son solo para "algún día".

Charity Singleton Craig 1 de diciembre de 2019

“Es curioso lo feliz que me siento por la primavera”, le dije a mi esposo, quien me había acompañado en el patio. Era un día normal en mayo. Nuestro tulipero nos daba sombra con su nuevo follaje y los pájaros cantaban y silbaban desde sus enredadas ramas. Una cálida brisa se movía sobre la tela de la sombrilla del patio, y yo sentía toda la fuerza del gozo fortaleciendo mi espíritu.

No estábamos haciendo nada especial. De hecho, era un viernes por la tarde después de una semana bastante atareada, y estaba leyendo afuera. Debería haber estado sacando la masa de malezas que había en las jardineras o cortando el altísimo césped que no podíamos mantener por la inusual humedad que habíamos tenido ese mes. Pero, por el momento, el sol brillaba, el aire era cálido y seco, y todo parecía estar bien con el mundo.

“Nuestro tulipero nos daba sombra con su nuevo follaje y los pájaros cantaban y silbaban desde sus enredadas ramas. ”

 

“Creo que es porque el invierno parecía durar para siempre”, dijo Steve, recostado en la silla reclinable junto a la mía. Nos sentamos allí en silencio durante varios minutos, dejando que el deleite de la primavera nos hiciera olvidar los recuerdos de una estación en particular dura: el vórtice polar que congeló nuestras tuberías de agua, la frustrante lucha de uno de nuestros hijos con su clase de español, mi prolongado episodio de gripe, y la continua realidad del envejecimiento, tanto la nuestra como la de nuestros padres.

Por fin, con una bocanada final de un suave aire primaveral —con toda seguridad las lilas del vecino estaban floreciendo— nos dirigimos al ajetreo de otro fin de semana.

A lo largo de los Evangelios, el Señor Jesús habla del gozo de la misma manera que experimentamos esa tarde: el resultado de esperar y haber encontrado lo que tanto anhelábamos después de un período de lucha. En la parábola de la oveja perdida, el pastor se emociona cuando la encuentra y puede regresar donde están las 99 (Lucas 15.1-7). En la parábola del tesoro escondido, la alegría impulsa al hombre no solo a descubrir el tesoro, sino también a comprar el campo en el que está enterrado (Mateo 13.44). La mujer que pierde una moneda la busca hasta que la encuentra de nuevo. Entonces, no solo se llena de felicidad, sino que también invita a sus vecinas a regocijarse con ella (Lucas 15.8-10). Cada parábola apunta al futuro, a la maravilla y a la emoción que experimentaremos cuando el reino se cumpla por fin. Estas historias apuntan al arrepentimiento de los pecadores, al cumplimiento de los propósitos del Creador, y a la revelación de Cristo, nuestro verdadero tesoro. ¡Qué gozo habrá cuando venga el reino de Dios!

Estas historias apuntan al arrepentimiento de los pecadores, al cumplimiento de los propósitos del Creador, y a la revelación de Cristo, nuestro verdadero tesoro.

Es como una pensión vitalicia, algo que aprendí hace poco cuando ayudé a un pariente a afiliarse a un plan de jubilación. Esta pensión es un tipo de póliza de seguro que permite ahorrar con impuestos diferidos; y específicamente con la de largo plazo, una persona hace una inversión inicial significativa para recibir un gran beneficio en el futuro. A menudo vemos la alegría de esta manera: un pago futuro en el cielo después de toda una vida de adversidades. En particular, al entrar en la temporada de Adviento, este ciclo de sufrimiento, de espera y de gozo parece estar incrustado en el plan de Dios para la redención: primero, cuando el Señor Jesús vino como un bebé, y al final, cuando Él regrese. Cantamos: “Al mundo paz, nació Jesús”, y miramos hacia nuestro futuro gozo cuando el Señor vuelva otra vez.

Pero la alegría no solo nos señala el futuro. En mi investigación, también aprendí sobre los ingresos anuales de esta pensión vitalicia. En este caso, la inversión es la misma, pero el pago puede comenzar de inmediato, con pagos periódicos sobre la marcha, en vez de pagar una suma global al final. Cuando comparé las dos opciones, la última no solo me daba el retorno más rápido sino también, en el caso de mis parientes, el más grande. Creo que así es como se supone que funciona también la alegría.

Durante la última cena, el Señor cuenta a sus discípulos una historia sobre una mujer en labores de parto: “La mujer que está por dar a luz siente dolores porque ha llegado su momento, pero en cuanto nace la criatura se olvida de su angustia por la alegría de haber traído al mundo un nuevo ser” (Juan 16.21, NVI). En cierto sentido, el Señor Jesús parece estar diciendo que la alegría futura hace que el sufrimiento presente valga la pena. Se sufre el dolor del embarazo y de labores de parto, y se tendrá un bebé para amar. O incluso se soportará el invierno, pero la primavera nos estará esperando. O se invierte su dinero con sabiduría, y un día se recibirá una ganancia.

Pero el Señor Jesús, más que nadie, entiende que la vida no siempre se desarrolla con tanta facilidad aquí en la Tierra. A veces, incluso los mejores inversionistas lo pierden todo en una caída de la bolsa. En algunas ocasiones, primaveras frías y húmedas, como la que terminamos teniendo nosotros, ofrecen poco alivio por los estragos del invierno. Y con demasiada frecuencia, los embarazos terminan en abortos espontáneos o muerte fetal, y la angustia de la madre (y del padre) es aún mayor al final que al comienzo. Sí, el reino venidero ofrecerá ese gozo lineal que sigue después del sufrimiento, pero el Señor no nos pide simplemente que pongamos al mal tiempo buena cara aquí en la Tierra hasta que Él regrese. Más bien, nos está dando una visión del gozo futuro que hace posible el gozo presente, a pesar de nuestro dolor y sufrimiento.

“Podían vivir con esperanza “en el cuerpo”, ya que se estaban “renovando día tras día”, como la mujer embarazada que experimenta la emoción de las patadas de su bebé.”

Jesucristo compartió esta parábola del parto la noche antes de ser arrestado, mientras hablaba de su propia muerte y resurrección. Había planteado el tema con la frecuencia suficiente para que los discípulos comenzaran a creerle. Sabía que estaban agitados por las amenazas de muerte y los intentos de arresto. Pero Él quería que entendieran que todas las cosas que estaban soportando —y que soportarían después— estaban produciendo en realidad algo más grande, tanto en ese entonces como en el futuro.

Es como lo que dice Pablo en 2 Corintios 4.8-10: “Nos vemos atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos. Dondequiera que vamos, siempre llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo” (NVI, énfasis añadido). Eso significaba que los discípulos no solo necesitaban sobrevivir en los días que se acercaban, sino que necesitaban dejar que sus “sufrimientos ligeros y efímeros” lograran solo la gloria futura (2 Corintios 4.17 NVI). Podían vivir con esperanza, con confianza, con felicidad en ese mismo momento “en el cuerpo”, ya que se estaban “renovando día tras día” (2 Corintios 4.16 NVI), como la mujer embarazada que experimenta la emoción de las patadas de su bebé. O como mi esposo y yo, siguiendo la pista de las crecientes horas de luz del día en la oscuridad del invierno. O como el Señor Jesús mismo, “el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz” (Hebreos 12.2).

Pero este gozo no nos pertenece solo a nosotros. En 1 Tesalonicenses 2.20, el apóstol Pablo dice a los cristianos de Tesalónica que ellos son su “gloria y gozo”, la razón por la cual él había soportado encarcelamientos, naufragios, torturas y desprecios. El gozo del reino está enfocado en los demás. Está en el corazón del amor fraternal (Romanos 12.10). Es el secreto para regocijarse con los que se regocijan (Romanos 12.15). Es por eso que Juan escribió en su tercera epístola: “No tengo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad” (3 Juan 1.4).

También es por eso que, en ese día ordinario de mayo, no me di cuenta de lo mucho que estaba disfrutando de un momento tranquilo de clima primaveral, hasta que mi esposo vino a compartirlo conmigo. No era solo que habíamos soportado el largo invierno, sino que lo habíamos soportado juntos. Y ahora, el placer era nuestro para compartirlo juntos, también. Lo mismo se aplica para todos nosotros en el reino de Dios. Incluso durante los largos y fríos meses de tragedias, dificultades y sufrimientos, podemos esperar el regreso de Cristo con esperanza, confianza y, sobre todo, con alegría.

 

Ilustración por Adam Cruft

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