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La manera “cristiana” de pelear

El llamado a defender lo correcto, de la manera correcta

Daniel Darling 1 de marzo de 2020

Mi pastor tiene una frase que repite a menudo. Afirma: “Esto no es un 10”, lo que significa que el tema en cuestión puede ser significativo, pero no lo más importante. Es una práctica que él me ha enseñado a usar en mis relaciones —con mi esposa, mis hijos y mis compañeros de trabajo— para reducir los desacuerdos.

No sé si esto sea, en particular, lo que el apóstol Pablo tenía en mente cuando escribió sus epístolas a Timoteo y Tito. Pero en lo que muchos eruditos creen que son sus últimas palabras escritas a la Iglesia, el apóstol insta a una sana tensión entre la firmeza doctrinal y la mansedumbre de espíritu.

Diferentes tipos de personas necesitan escuchar diferentes partes de esta tensión. Algunos de nosotros, que estamos con razón preocupados por el deslizamiento teológico en nuestras iglesias e instituciones cristianas, necesitamos escuchar el énfasis repetido de Pablo en cuanto a la mansedumbre como una virtud necesaria. Escuche, por ejemplo, con qué frecuencia surge esta idea:

  • En su lista de cualidades para el liderazgo pastoral: “No pendenciero, sino amable, no contencioso” (1 Timoteo 3.3 NBLA).

  • En sus instrucciones sobre la hombría bíblica: “Sigue la justicia... la mansedumbre” (1 Timoteo 6.11).

  • Sobre cómo debe ser el liderazgo: “El siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos... que con mansedumbre corrija a los que se oponen” (2 Timoteo 2.24, 25).

  • En cuanto a lo que hay que enseñar al pueblo de Dios acerca de la oposición y la hostilidad: “Recuérdeles... que a nadie difamen, que no sean pendencieros, sino amables, mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres” (Tito 3.1, 2).

El apóstol Pablo no solo recomendaba esto a sus jóvenes protegidos, sino que también lo modelaba. Él era benigno, dijo a la iglesia en Tesalónica, “como una madre que cría con ternura a sus propios hijos” (1 Tesalonicenses 2.7). Y las palabras gentileza y amabilidad están esparcidas a lo largo de las cartas de Pablo. Lo interesante es que este tipo de exhortación venga de un hombre que era conocido por su combatividad. El apóstol no era ningún timorato cuando se trataba de confrontar a los falsos maestros, expulsar demonios y hablar en contra de las idolatrías de la época. Él reprendía, exhortaba, y decía palabras proféticas, a menudo duras, al pueblo de Dios.

Sin embargo, Pablo instaba sobre la amabilidad y la gentileza. ¿Cómo puede ser esto así? En primer lugar, creo que Pablo decía la verdad, no como alguien que trataba de “adueñarse” de sus interlocutores o de avergonzar a quienes no estuvieran de acuerdo con él. Ni siquiera se alegraba al descubrir y desarraigar el pecado y la corrupción en la Iglesia, para ganar aplausos o alcanzar el estatus de héroe —la aparente motivación de tantos aspirantes a profetas en las iglesias hoy en día.

No, a Pablo no le gustaban estas peleas. La única manera en que se involucraba en un conflicto era con lágrimas y tristeza genuinas. Y nosotros también debemos hacer lo mismo. Si acaso somos llamados a un ministerio de palabras duras, debe ser porque amamos a aquellos a quienes se dirigen las palabras.

En segundo lugar, el apóstol Pablo siempre acudía con una dosis de humildad. Una y otra vez abordaba los temas polémicos consciente de su propia pecaminosidad y debilidad. No pisoteaba con arrogancia a los creyentes caídos, sino que se sentaba junto a ellos con compasión y amor. A menudo, nuestra apologética y nuestro discernimiento no buscan la pureza de la iglesia ni el amor fraternal. Sino lo que buscan son los fugaces impulsos de dopamina que sentimos cuando las personas piensan que tenemos la razón. Sin pensar empuñamos la espada de la verdad, sin importarnos a quienes cortemos y mutilemos en busca de aplausos. Sin embargo, Pablo reprendía con firme ternura.

Por último, y quizás lo más importante, Pablo sabía qué conflictos tenían importancia. Le dijo a Timoteo: “Pelea la buena batalla de la fe” (1 Timoteo 6.12). Peleemos, no por asuntos mezquinos, insignificantes y baratos, sino por los supremos y eternos. Elijamos con sabiduría las cosas por las que estaríamos dispuestos a perder amistades entrañables. Pensemos mucho antes de escribir esa diatriba o ese discurso tedioso para publicarlos en las redes sociales. Reflexionemos sobre el propósito de esa discusión con nuestro hijo —o hija— adolescente. Preguntémonos qué parece estar diciéndonos Pablo: ¿Es esta una buena pelea?

La mayoría nos imaginamos, en medio de nuestras disputas, que somos el profeta Jeremías diciendo la verdad a una audiencia que no estaba dispuesta a escucharla. O Elías en el monte Carmelo, o Martín Lutero en la Dieta de Worms. Pero ¿podría ser que quizás seamos nosotros a menudo los conflictivos Tobías y Sanbalat, quienes trataron de apartar a Nehemías de la obra de Dios, o la persona contenciosa en Tito 3.10, o los miembros peleones y pecadores de la Iglesia, en Santiago 4.1?

Existe la tentación —severa en esta época de confusión— de nunca pelear. Pero Pablo no dice que no lo hagamos. Bondad no es cordialidad. No es pasar por alto el pecado ni carecer de valentía para defender la ortodoxia cristiana. Pero de manera semejante, valentía no es ser la persona más ruidosa en la sala ni el más agudo ingenio en las redes sociales. Los cristianos debemos pelear, pero nosotros luchamos con las armas del cielo, como la gentileza, la bondad y la gracia. Además, no escogemos las peleas por mera diversión; solo peleamos las buenas batallas.

 

Fotografía por James Day

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