El Señor nunca tiene ante nosotros una vida ordinaria, normal y rutinaria, simplemente buena o satisfactoria. El Señor Jesús dijo: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10.10). Una vida abundante se desborda con la presencia de Dios; rebosa de su amor, gozo, paz, esperanza, bendiciones y poder.
—Charles F. Stanley: Cómo alcanzar su mayor potencial para Dios 
En los Estados Unidos, después de decir a alguien: Mucho gusto en conocerle, solemos añadir: ¿A qué se dedica?, como si nuestra personalidad pudiera resumirse de alguna manera a la situación laboral o a los logros. ¿Cuánto tiempo hemos estado escuchando este intercambio, y cuánta presión ha agregado a la noción de tener un trabajo que nos satisfaga? Pero en otras partes del mundo hay más espacio entre las presentaciones y los currículos, y con ello la comprensión de que el trabajo es solo una necesidad. Cuando nos detenemos a considerar a todos los hombres y mujeres del mundo, de una cultura y de un nivel socioeconómico a otro, queda claro que, para la mayoría de las personas, el trabajo es un medio para alcanzar un fin. Si satisface, es una ostentosa idea occidental.
“El Señor nunca tiene ante nosotros una vida ordinaria, normal y rutinaria, simplemente buena o satisfactoria”.
Así es como llegué a distorsionar la promesa de abundancia del Señor Jesús, imaginándola como un cómodo nivel de riqueza, trabajos satisfactorios y grandes aventuras. Pero cuanto más avanzo en edad y más me sumerjo en mi carrera, más acentuada se vuelve la pregunta: ¿Esto es todo? Cuando veo mi vida cotidiana de la manera como lo haría en la exposición de un museo, me veo a mí misma tirando del edredón en el colchón, leyendo correos electrónicos, cortando cebollas y abriendo el correo. ¿Qué son mis días, sino ordinarios, incluso normales y rutinarios?
A lo largo de su ministerio, el Señor Jesús señaló que gran parte de lo que los creyentes enfrentan en la vida, viene en parejas: los que lloran reciben consuelo; los hambrientos son satisfechos; los misericordiosos reciben misericordia; y los primeros serán los últimos (y los últimos, primeros). ¿Debería sorprendernos que el Señor también prometiera que nuestras vidas ordinarias serían de alguna manera extraordinarias?
Cuando nos detenemos a considerar a todos los hombres y mujeres del mundo, de una cultura y un nivel socioeconómico a otro, queda claro que, para la mayoría de las personas, el trabajo es un medio para alcanzar un fin. Si satisface, es una ostentosa idea occidental.
Las conexiones entre sus paradojas se me escapan a menudo, pero siempre las he creído. Entonces, ¿por qué no creer también en esta promesa? Puede que sea un misterio la manera como mis rutinas diarias se convierten en una vida extraordinaria, pero eso es una indicación de que debo apoyarme en la sabiduría de Dios, no en la mía. Tal vez la abundancia llegue un día a través de un momento de rica contemplación interior, lleno de su presencia. O tal vez, cuando estoy demasiado distráda, su bondad aparece en las amorosas palabras de una persona amiga. Pero ya sea que se revele hoy o en la próxima semana o dentro de veinte años, tengo fe en que, de alguna manera y sin que yo lo sepa, la abundancia del Señor Jesús existe al arrancar la maleza, doblar los calcetines de mi esposo tal como a él le gusta, y al acurrucarme bajo una manta -momentos en una vida ordinaria y cotidiana en apariencia. No dejaré de buscar la extraordinaria bondad del Señor, pero cuando ella no sea evidente, tal vez recordaré que solo está oculta. Con Él, siempre hay más de lo que mis ojos pueden ver.