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Más allá de las palabras

Aprender a gemir de lo que no dijo el Señor Jesús

Jamie A Hughes 1 de marzo de 2020

“Jesús lloró”.

Estas dos palabras me fascinaron cuando era más joven. No porque el Señor realizara este acto biológico básico (Él era completamente humano, después de todo), sino porque eso parecía siempre tan, digamos, innecesario. Yo tuve que “experimentar el quebranto” como Él (Isaías 53.3) antes de poder entenderlo por completo.

Para nosotros, no faltan los motivos para llorar: miedo, alegría, enojo, tristeza. Lloramos por asuntos grandes y pequeños, y sobre todo cuando reconocemos nuestra total impotencia ante la enfermedad y la muerte. Pero ¿el Señor Jesús? ¿Por qué habría de perder el tiempo, aparentemente, llorando por Lázaro, sabiendo muy bien que Él tenía el control sobre la muerte misma, y que ya lo había demostrado no una sino dos veces? (Véanse Marcos 5.35-43 y Lucas 7.11-17.) Unas semanas antes de su crucifixión y resurrección —el triunfo más milagroso sobre la muerte que el mundo haya conocido— se paró frente a la tumba de su amigo, “profundamente conmovido”, y lloró junto a dos hermanas afligidas (Juan 11.38).

Para nosotros, no faltan los motivos para llorar. Pero ¿el Señor Jesús? ¿Por qué habría de perder el tiempo, aparentemente, llorando por Lázaro?

De los cuatro evangelios, el de Lucas es el que muestra a mayor plenitud la humanidad del Señor Jesucristo, lo cual tiene mucho sentido, considerando que el autor era médico, un hombre comprometido de lleno con la comprensión de las complejidades del cuerpo humano. Tal vez por eso su relato contiene el registro más completo del nacimiento y de los primeros años de la vida del Señor (incluyendo su genealogía). Once de las quince oraciones del Señor Jesucristo se encuentran en el Evangelio de Lucas, y la suya es la única narración en la cual el Señor ora desde la cruz por el perdón de sus verdugos (Lucas 23.34). E incluso en las partes donde los Evangelios Sinópticos relatan lo mismo, el registro de Lucas es el más detallado. Por ejemplo, con respecto a la agonía del Señor en el huerto de Getsemaní, solo Lucas menciona el hecho de que fue tan intensa que su sudor era “como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22.44).

En su humanidad, Cristo experimentó el dolor y el sufrimiento como nosotros. Y todo el tiempo —porque nunca hizo a un lado su divinidad— Él sabía lo que se había perdido en el Edén y que un día sería recuperado. Pero como nuestros años son pocos y nuestra visión es miope, por lo general nos afligimos por lo que es, mientras que Cristo se afligía por lo que había sido, por lo que era, y por lo que aún estaba por ser. Marcos 7.31-37 ofrece una prueba de esto, aunque debemos volver al griego original para comprenderlo del todo. Cuando le trajeron a un hombre “sordo y tartamudo”, el Señor lo sanó con sus propias manos: “Y tomándole aparte de la gente, metió los dedos en las orejas de él, y escupiendo, tocó su lengua; y levantando los ojos al cielo, gimió, y le dijo: Efata, es decir: Sé abierto”. Lo interesante es lo que sucede en el lapso entre estos dos momentos.

El versículo 34 (NVI) dice: “Mirando al cielo, suspiró profundamente”. La palabra griega traducida como “suspiró” es stenazó, que significa “gemir (dentro de uno mismo)”. Este no es el ruido que hacemos cuando se nos da una tarea que nos desagrada. Según la Concordancia Strong, es el resultado de “la presión ejercida hacia adelante (como la presión del parto)”, o más figurativamente, porque uno siente “la presión de lo que viene, que puede ser muy placentero o angustioso (dependiendo del contexto)”. Este gemido proviene de un lugar profundo, mucho más allá de lo que las palabras o los sonidos puedan transmitir.

También encontramos stenazó en otras partes del Nuevo Testamento, tal vez la más conocida sea en Romanos 8.22, 23, cuando el apóstol Pablo dice: “Toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo”. Aquí, la palabra parece más apropiada. Todo es quebrantamiento, y nosotros, la más grande creación de Dios, nos hemos alejado mucho de nuestro hogar una vez perfecto. Estamos en la angustia y gemimos bajo la presión del dolor. Pero una vez más, ¿por qué el Señor Jesucristo expresa tal sentimiento por el hombre sordo?

El Señor Jesús vino a hacer nuevas todas las cosas, y comenzó esta gran obra con un milagro a la vez.

Soy madre de un niño con discapacidad auditiva y sé muy bien las desdichas y las dificultades que vienen con tal discapacidad. Nuestra familia a menudo disfruta ir a conciertos, pero cada vez que asistimos a uno me aflijo porque mi hijo nunca puede experimentar por completo la música como el resto de nosotros. La tímida danza entre la flauta y el piano en la Sonata para flauta en re de Sergei Prokofiev se le escapa, al igual que las emocionantes y estruendosas notas de bajo de Una noche en el monte pelado de Modest Mussorgsky. Incluso su dominio del idioma nunca será el mismo que el de un niño oyente, ya que las palabras son un placer tanto para los oídos como para los ojos. (¿No me cree? Deje de leer por un momento, y diga en voz alta la palabra meliflua. Es un reto).

A veces, él me pide que le describa ciertos sonidos o melodías, y que le explique por qué me conmueven tanto. Aunque me esfuerzo por describirlos lo mejor posible, sé que no llego a capturar la belleza que la humanidad ha logrado crear en este mundo destrozado. En esos momentos, mi único consuelo es recordar que algún día “se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; saltará el cojo como un ciervo, y gritará de alegría la lengua del mudo” (Isaías 35.5, 6). No siempre fue así, me digo a mí misma. Y un día mi hijo, como todas las cosas, será renovado. Pero hasta entonces, yo, al igual que mi muy humano Señor y Salvador, gimo y espero lo que vendrá.

El Señor Jesucristo vino a hacer nuevas todas las cosas, y comenzó esta gran obra con un milagro a la vez. Cada leproso que limpió y cada endemoniado que liberó; cada miembro lisiado que sanó: cada ojo al que dio vida y cada oído que destapó, todos fueron un atisbo del cielo nuevo y de la tierra nueva, la promesa que se nos dio en Apocalipsis 21. Y aquellos que vieron su obra supieron con certeza que estaban vislumbrando algo de lo eterno. ¿Sino por qué sus palabras: “Todo lo ha hecho bien”, harían un eco tan cercano a la bendición de Dios por lo que había hecho, a lo cual Él llamó “bueno en gran manera” (Marcos 7.37; Génesis 1.31)?

En los momentos en que el dolor y la pérdida son demasiado grandes para expresarlos con palabras, me consuelo en el Cristo resucitado, que experimentó del todo lo que la humanidad tenía que ofrecer, incluyendo las lágrimas, la muerte y todo lo que viene después. Pero Él lo hizo sabiendo que se acercaba un día mejor, y sufrió para hacerlo posible.

Porque Él gimió, puedo esperar.

 

Ilustración por Adam Cruft

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